¿P
apá?
–¿Qué? ¿Quién?
–Tu hija, Adela. ¿Te asusté?
–Es que no te esperaba. –Don Renato se cala los lentes y observa a su hija: –¿A qué se debe el milagro?
–Pensé en venir antes pero no pude.
–Comprendo que con tantas ocupaciones en el centro infantil no te queden ni siquiera tres minutos para llamarme por teléfono, ya no digamos para visitarme.
–No quería molestarte. Lo digo porque la última vez que cenamos en mi casa te saliste muy disgustado. Pero, bueno, mejor lo olvidamos. Se me ocurrió proponerte algo.
–Hija, si vienes a tratar de convencerme, como hiciste la otra noche en la cena, de que le cambie el nombre a mi papelería, ni pierdas tu tiempo. Este negocio seguirá llamándose Cuaderno y Lápiz hasta mi último día.
–Papá: ya te enojaste y ni siquiera he mencionado el tema.
–Sabes cuánto me irrita que tú y tu hermano Gerardo quieran obligarme a cambiar el nombre que Rosa le puso a la papelería.
–No exageres: te lo sugerimos nada más.
–¿Y por qué tanto empeño? ¿Qué se ganan ustedes?
–Nada. Sólo queremos que te vaya mejor en el negocio. Se ve anticuado. Si no me crees sal conmigo a la calle.
II
–Papá: fíjate cómo se llaman los negocios: Darcy, Beer & Bear, French Bread, Rock and Drinks, Spaguetti Fellini, E-books and paper books. Se ve que les va bien y no dudes que es por el nombre. Qué quieres, a las personas les gusta comprar y comer en lugares elegantes, modernos.
–Por mí, ¡que vayan a donde les dé la gana!– Don Renato vuelve a su sitio tras el mostrador.
–Entiendo que es inútil, así que no voy a insistir.
–Haces bien, aunque no te creo. Cualquier día volverás con la misma cantaleta. Heredaste la terquedad de Rosa.
–Todo el tiempo piensas en ella.
–Imagínate si no lo voy a hacer. Pasamos toda nuestra vida juntos. Aunque vivíamos en la misma colonia jamás nos habíamos conocido. Fue en esta papelería en donde nos vimos por vez primera. Entonces teníamos la misma edad: 10 años. A partir de aquel momento nunca nos separamos. Asistimos a las mismas escuelas. Ya de novios veníamos aquí para recordar nuestro primer encuentro. Una tarde en que leímos sobre la puerta el anuncio de se vende
Rosa se entristeció y dijo algo que no olvidé: Ojalá que el nuevo dueño conserve el negocio, porque si no lo hace sentiré que algo de nosotros también desaparece.
Poco después nos casamos.
–¿Ya trabajabas?
–En una fábrica de loza. De buenas a primeras quebró. Con mi indemnización le di un adelanto al dueño de la papelería para que me la vendiera. Aceptó. Enseguida fui a decírselo a Rosa. No te imaginas lo contenta que se puso, y todavía más la mañana en que colocamos sobre la entrada de la papelería su nuevo nombre: Cuaderno y Lápiz. Bueno, tú y tu hermano Gerardo se han de acordar de eso.
–Entonces estaba muy chiquita y recuerdo muy poco. Además, tú nunca me lo habías contado.
–Porque siempre te vas apenas cruzamos cuatro palabras. Tu hermano es igualito.
–Gerardo tiene dos trabajos. Sale con el taxi a las cinco de la mañana, encierra a las cuatro de la tarde y enseguida se va a la cervecería. Le ha ido bien gracias a las propinas.
–Con razón no quiso venirse a trabajar aquí.
–Papá, este negocio apenas te da para vivir. Hazme caso: modernízalo o de plano véndelo.
–¡Tú no entiendes nada!
–El que no comprende eres tú. ¿De veras no te das cuenta de que la papelería se está muriendo?
–Adela, no es por el nombre, sino porque las personas ya no compran en lugares como este. Prefieren hacerlo en los puestos callejeros donde se venden productos chinos, en el súper o en las macrotiendas.
–Me estás dando la razón. Contra esa competencia este sistema ya no funciona. ¡Agoniza!
–Como yo.
–¿Estás enfermo?
–No, sólo viejo y cansado.
–Por lo mismo, ya no batalles. Traspasa el local o véndelo. Sacarías mucho dinero.
–¿Para que el nuevo dueño lo tire y ponga un estacionamiento o levante un edificio de 10 pisos?
–Pero eso a ti en qué podría afectarte.
–¿Qué no oíste? Aquí conocí a Rosa. Sabes cómo y por qué compré la papelería y lo que significaba para ella. Te consta que aquí pasamos 50 años juntos y aquí pienso esperarla a que venga por mí. Le hice la promesa…
–Ya me lo habías dicho.
–A los viejos nos da por repetir las cosas. Te sucederá lo mismo cuando llegues a mi edad y no tengas con quien hablar.
–No olvides que cuentas conmigo, con mi hermano y con nuestras familias.
–Y le doy gracias a Dios. Pero con Rosa era algo distinto. ¿Sabes? Desde que entro aquí siento que estamos juntos. No estoy loco, no me mires así, pero hay veces en que tengo miedo de que se me olviden sus facciones.
–¿Y sus retratos?
–El otro día me sucedió algo horrible: miré una de sus fotos y no pude reconocer a Rosa en la muchacha que sonreía al lado de una trajinera.
–Un olvido todos lo tenemos.
–Llega el momento en que un viejo sólo es dueño de sus recuerdos. Perder uno significa un mal espantoso.
–Mejor piensa en que te quedan muchos años por vivir y en que fuiste un hombre muy afortunado: realizaste todos tus sueños, ¿o no? ¿Por qué te quedas callado?
–Pensaba en que ahora Rosa está sola y yo también. El único lugar en donde permanecemos juntos es en esta papelería. Ay, perdóname: he hablado tanto que no te dejé decirme a qué viniste.
–Organicé la fiesta para el Día del Niño. Entre otras cosas, por eso vine. Se me ocurrió que los niños inviten a sus abuelos o a otros ancianos conocidos suyos para que les cuenten algún capítulo, alguna aventura de su vida. ¿Te gustaría hacerlo?
–¡Estás loca! ¿Con qué podría interesar a esos niños que saben de computadoras, guerras, violencia, robots, naves espaciales, viajes interplanetarios?
–Con algo maravilloso y raro en estos tiempos: tu historia de amor con mi madre.