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ace tiempo que a la Casa Mireles no entran visitantes. El portón de madera y las ventanas acorazadas por vistosa herrería protegen las l8 habitaciones, la capilla, las caballerizas y los tres patios que abarcan un terreno inmenso en la parte más antigua de la ciudad.
Aunque familiarizados con el viejo edificio de dos siglos, los vecinos del rumbo se detienen al pasar para mirarlo con asombro y respeto. Algunos se persignan como si se encontraran a las puertas de un templo. Una anciana vendedora de reliquias va más allá: reza en voz alta oraciones que inventa y luego olvida. Desde muy temprano los estudiantes de artes plásticas se instalan frente a la casona y procuran captar en sus blocs de dibujo la belleza de una construcción que es como un faro que vigila el mar de asfalto.
Aunque no está en las guías, la Casa Mireles es punto de atracción para los turistas. Fascinados por su elegancia y sus dimensiones le toman fotos. Ávidos por conocer los tesoros que de seguro guarda en su interior, golpean el portón con la aldaba en forma de garra. Arrastrando los pies, maldiciendo bajo el bigote amarillento a causa de la nicotina, Eugenio abre la mirilla. Saluda a los visitantes extranjeros y los escucha atento aunque sólo comprende sus palabras por la actitud que guardan al pronunciarlas. Cuando llega su turno de hablar les responde con las frases que emplea en situaciones semejantes: Lo siento. No se permiten visitas
.
Triunfal, satisfecho de haber cumplido con las instrucciones que le ha dado el administrador de la Casa Mireles: impedir el paso a conocidos y extraños, Eugenio cierra la mirilla y se dirige al primer patio. Allí, bajo la curva de una escalera señorial, está su habitación: una covacha triangular, oscura y fría, surcada de cables que conducen a una lámpara, una parrilla eléctrica, un ventilador y el radio que continúa sintonizado en la estación que solía escuchar Eloy.
II
Por dos semanas fue el antecesor de Eugenio. Al tomar posesión de su cargo recibió las primeras órdenes y un cuantioso llavero para abrir las l8 habitaciones. Eloy nunca llegó a recorrer, y mucho menos a limpiar, más de una por día. El señorío de los muebles, la trama de los tapices, el misterio de los espejos y sobre todo la belleza de las pinturas lo mantenían arrobado durante horas en una mansión sin relojes.
Lo único que le daba a Eloy noción del tiempo eran las campanadas en las iglesias cercanas, su salida el domingo a la casa de su hermana Genoveva o la aparición del administrador que se presentaba a pagarle su sueldo, entregarle la despensa a que tenía derecho y resolver los problemas propios de una casona antigua, deshabitada, inmensa.
Desde que llegó a la Casa Mireles el lugar predilecto de Eloy fue el comedor. Lo impresionaron la opulencia de sus muebles de caoba, la exquisitez de la porcelana en las vitrinas, la elegancia de las jarras de plata y los destellos del inmenso candil que lo hacían recordar los fuegos artificiales en su pueblo. A partir de su primer día en la casona, Eloy adoptó la costumbre de encenderlo hacia el atardecer y sentarse en una butaca lateral a contemplar la pintura en el plafón.
Representa a un grupo de niños en un campo fértil dividido por un río serpenteante y sombreado por árboles frondosos. Bajo uno de durazno en plena floración un niño y una niña miran hacia abajo. Es tal la vivacidad y el brillo de sus ojos que Eloy tuvo la ocurrencia de que lo veían a él como si lo invitaran a sus juegos.
Aquella primera noche lo sacaron de su arrobamiento las campanadas de las iglesias. Eloy abandonó su observatorio y se dirigió a la covacha. Tirado en el catre, con la radio encendida a muy bajo volumen, esperó el momento de hacer su primer rondín. En la penumbra escuchó el eco de sus pasos, el crujido de las maderas y al fondo, muy lejanos, llantos infantiles. Se dijo que eran gatos y continuó su recorrido.
Al siguiente atardecer regresó al comedor. Desde su sitio volvió a contemplar el cuadro. Notó detalles que no había captado la tarde anterior: nubecitas al fondo, insectos, brotes en los follajes y un colibrí libando en una flor. Esos descubrimientos hicieron que Eloy se imaginara más dueño del paisaje que rodeaba a los niños. Por curiosidad los contó: eran nueve. Los más bellos seguían pareciéndole los dos pequeños que, sentados a la sombra del árbol más florido, miraban hacia abajo. Otra vez Eloy tuvo la osadía de imaginarse que lo veían a él, como invitándolo a sus juegos.
III
El domingo en que fue de visita a la casa de su hermana, Genoveva le pidió la descripción minuciosa de la Casa Mireles. Él la hizo con dificultades, con parquedad, sintetizándola con simples adjetivos: bonito, grande, amplio, alto. Genoveva lo acusó de distraído y poco detallista –como todos los hombres, agregó–. Al oírla Eloy pudo explicarse el hecho de haber descubierto nuevos elementos en la pintura que decoraba el plafón.
Genoveva le sugirió que hiciera un nuevo intento por describirle al menos el comedor. Eloy trató de complacerla y no pudo. Conforme intentaba pormenorizarlos, cada uno de los objetos que tanto lo habían maravillado se ocultaba en la oscuridad de la habitación en donde sólo seguían brillando los ojos de los dos niños bajo el árbol de durazno. Eloy sintió necesidad de verlos y volvió a la Casa Mireles. La encontró tranquila y desierta. Aún era temprano. Entró en su covacha, encendió la radio y esperó el momento de su primer rondín. Lejanos escuchó otra vez los llantos infantiles. Son los gatos, dijo, y se quedó dormido hasta el amanecer.
Culpable por el retraso, a esas horas hizo su recorrido por las habitaciones. Bajo las camas con dosel, sobre los muebles majestuosos reposaba el silencio. En los espejos de marcos opulentos se reflejaban, como siempre, la ausencia y el vacío.
Por último entró en el comedor. Como era ya su hábito encendió el candil. En el cuadro del plafón renació el día. Eloy experimentó una tranquilidad inmensa al ver que en la pintura todo continuaba como la última vez que la había visto. Allí estaban las nubecitas, los insectos, los brotes, el colibrí, los dos niños bajo el árbol. Sobresaltado reparó en una flor de durazno desprendida y tan cercana al borde del bastidor que parecía a punto de caer. Recordó las acusaciones de Genoveva –no eres detallista–, pero ni aun así logró recuperar la tranquilidad, y salió precipitadamente del comedor. Aun después de cerrar la puerta, sintió sobre sus hombros la mirada de los dos niños más hermosos.
IV
El viernes, el administrador de la Casa Mireles no encontró a Eloy en su covacha ni en ninguna otra parte. Sospechó un robo. Para comprobarlo recorrió las habitaciones. En ninguna faltaba nada, ni siquiera en el comedor tan lleno de grabados, cuadros de pequeño formato, jarras y cubiertos de plata. Levantó los ojos y miró el cuadro del plafón. Sus colores seguían deslumbrantes, sus detalles exquisitos, y los niños continuaban tan hermosos como siempre.
Incapaz de explicarse la ausencia de Eloy, el administrador de la Casa Mireles abandonó el comedor, sin darse cuenta de que en el cuadro del plafón quedaban sólo siete figuras infantiles y los espejos sólo eran ecos de la ausencia.
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