L
a plaza frente a la iglesia de San Roque carece de nombre. Es rectangular, árida, la adorna una fuente que nada más la lluvia se encarga de surtir. Algunos vecinos la identifican como la Plaza de los Pobres debido a que a todas horas la ocupa un mismo grupo de menesterosos. Son hombres y mujeres sin edad pero con todos los años encima. Van a remover los montones de basura en busca de comida, a tenderse en las bancas dispuestos a soñar la vida que dejaron atrás o a inventarse otra que jamás han tenido ni tendrán.
Muchas de las personas que transitan por la Plaza de los Pobres son visitantes ocasionales. Allí hacen un alto cuando la soledad los derrota, su poco juicio los abandona y otra guerra perdida los desangra y los deja sin fuerzas para seguir adelante. Se les reconoce por la forma en que caminan de un extremo a otro de la explanada buscando una salida o dan vueltas en un mismo lugar, mirando al cielo, como si estuvieran jugando con su sombra. La pierden al caer de la noche. Entonces se alejan murmurando y sacudiendo la cabeza para expresar su rechazo silencioso y rotundo a la oscuridad.
En las horas nocturnas, cuando los cuerpos de los menesterosos se funden con las piedras, la Plaza de los Pobres se llena de rumores lejanos, gritos, carcajadas, maullidos y las voces de Esteban y Raziel. Apoyados en el pretil de la fuente, comparten los mendrugos, beben, desvarían, hablan de sus enfermedades, se cuentan una vida en la que ya no caben los deseos.
Cuando están sobrios Esteban y Raziel se hablan de usted. Si están borrachos se llaman uno al otro hermano
, se arrebatan la palabra, se insultan sin énfasis, ríen sin motivo, se enjugan el llanto con el dorso de la mano, se desnudan y lavan sus ropas en la fuente que conserva una porción de lluvia turbia y envejecida en donde a veces se refleja una estrella.
II
En sus conversaciones con Raziel, Esteban habla siempre de los tiempos en que tuvo casa, esposa, hijos, un trabajo que le permitía vestir ropa buena y corbata a diario: llevarla era parte de sus obligaciones como empleado de la Secretaría. Al cabo de once años de trabajar allí, observando la más estricta puntualidad y buena disposición, tuvo la primera pesadilla. No la olvida, tal vez por la frecuencia con que se la cuenta a Raziel:
–Hermano: aunque estaba dormido juro que sentí cómo la maldita corbata iba apretándome el cuello y yo, a pesar de todos mis esfuerzos, no lograba arrancármela. Quise pedir ayuda pero no me salieron las palabras porque ya me había asfixiado. Me vi morir. Desperté húmedo de sudor, gritando como loco.
Apoyado en la fuente, Raziel intuye que su amigo necesita terminar la historia y le pregunta –como lo ha hecho decenas de veces– qué sucedió después de aquella mala noche.
–Vinieron otras pesadillas que me hacían temerle a la oscuridad, y a mi familia sentir miedo de mí. Eso no me lo decían pero yo lo notaba por su forma de mirarse entre ellos, por la intranquilidad con que recibían mi caricias, por su forma de observarme. Nunca hablé de eso con nadie y mucho menos con mis compañeros. Cada mañana, al verme llegar a la Secretaría, me preguntaban la razón de mi mal aspecto. Les respondía con mentiras, sonriendo aunque sintiera el jaloncito de la corbata de mi cuello. Era como una advertencia de en lo que se iba a convertir mi noche. Sentía miedo. Al volver a mi casa, a pesar del cansancio, me sentaba en una silla para no dormirme. El sueño acababa por vencerme y la corbata por atraparme.
Aunque hace tiempo que lo sabe, Raziel le pregunta a Esteban por qué perdió su puesto en la Secretaría.
–Por la corbata. En horas de trabajo, a escondidas, bebía traguitos de ron para no sentirla apretándome el cuello; en los momentos en que pensaba que nadie me veía, me aflojaba el nudo con la desesperación de un sentenciado que escapa de la horca. Una tarde de poca actividad me atreví a quitarme la corbata. Mi jefe me sorprendió. No dijo nada, pero a la mañana siguiente me llamó para firmar mi renuncia. Pregunté los motivos de mi despido y escuché lo que no quería: alcoholismo, indisciplina y comportamiento extraño. En vez de hacer otro intento por conservar mi puesto me quité la corbata y la arrojé al piso. No sirvió de mucho: a veces, dormido o despierto, sigo sintiendo su apretoncito en mi cuello.
III
Esteban sonríe malicioso cada vez que Raziel, atrapado en los efectos del alcohol barato, le anuncia que ahora sí va a escribir un libro, ¡qué chingaos! Letras no le faltan. Cursó tres años de primaria gracias a su madre: Belén: a ella le dedicará su libro. Está seguro de que si escribe acerca de la corta vida que llevaron juntos recuperará las facciones maternas que desde hace tiempo han empezado a perdérsele. Por eso piensa que ha sepultado dos veces a su madre: una en el panteón, otra en el olvido.
–No es justo que le haga eso. Mi Belén me dio la vida, tres años de escuela y yo, de malagradecido, no recuerdo el color de sus ojos, ni la forma de su nariz; tampoco puedo asegurar que haya tenido el pelo chino o liso. De una cosa estoy cierto: era una mujer menuda, muy bajita. Eso que a ella tanto la mortificaba fue la clave de su suerte y le llegó gracias a que un día me invitó al circo.
Esteban se emociona, habla de la única vez que asistió a un circo y vio a los osos bailarines. Raziel le pide que se calle, ¡qué chingaos!, que no lo interrumpa y enseguida retoma la historia que escribe en su memoria por las noches y en la mañana olvida.
–Al terminar la función de circo nos acercamos a las jaulas de los animales para verlos. Estábamos bien emocionados cuando se acercó un señor y le preguntó a mi mamá si no le gustaría trabajar en el número de las enanitas. Ella y yo nos quedamos sin saber qué decir pero luego nos dio risa. El hombre, un bigotón calvo, le dijo a mi madre que si aceptaba tenía derecho a siete pesos diarios, un vestido azul brillante con su flor para el cabello y pase diario para mí mientras durara la temporada. Creo que sobre todo por eso mi Belencita aceptó el trabajo.
A Esteban le urge llegar al capítulo del relato que más le gusta: lo que sintió Raziel al ver a su madre bajo los reflectores ante el público.
–Bonito. Trabajo me costó no decirles a los vecinos que la enanita de azul era mi madre. Esa temporada Belencita y yo la vivimos como un sueño, esperando el momento de irnos a la función, ella a trabajar y yo a verla orgulloso. Por desgracia la temporada duró poco. Don Ernesto, el dueño del circo, le propuso a mi madre que nos fuéramos de gira con él. Ella no quiso por no sacarme de la escuela, pero dijo que trabajaría en el circo cuantas veces se presentara en el barrio. Don Ernesto le aseguró que pronto regresaría y al despedirse nos hizo regalos: a mí una bolsa de dulces, a ella la flor azul. Belencita la conservó por el resto de su vida, mientras esperaba en vano el regreso del circo y ella se iba apagando.
IV
Esteban sabe que Raziel no dirá más y que pronto la Plaza de los Pobres se llenará de rumores, carcajadas y el eterno maullido de los gatos: los verdaderos dueños de la noche.
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Cristina Pacheco: Mar de Historias
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