–E
n el último piso, a la derecha, luego, luego está el departamento de la señorita Angélica. El timbre no sirve–. Antes de volver a la portería el hombre agrega otra aclaración: –Suba con cuidado porque no hay focos. El dueño no quiere comprarlos y yo no voy a poner de mi dinero.
Estela sigue escuchando las quejas del portero hasta que llega al final del corredor. Allí arranca una escalera metálica, frágil y empinada. Pensar en subirla le provoca escalofríos pero no retrocede. Temblando, cuenta los escalones. Siente alivio cuando al fin ve la puerta con el número 402. Recuerda que el timbre no funciona y da tres golpes.
Angélica: –Voy, un momentito. –Se escucha el golpe de un llavero contra la puerta que al fin se abre: –Perdona que te reciba en estas fachas: hace días que no me levanto.
Estela: –¿Sigues mal?
Angélica: –Ya no he tenido fiebre pero no se me quita el dolor de cabeza. –Señala una puerta adornada con un reno blanco y un moño rojo. –¿Te importa si platicamos en mi cuarto? Necesito acostarme.
Estela: –Creo que mejor me voy y regreso otro día que te sientas mejorcita.
Angélica: –Ay, no, ¿cómo crees? Si te estaba esperando Llevo casi una semana sin hablar con nadie. Te juro que la boca me sabe a centavo–. Ofrece la única silla y entra en la cama: –¿Quieres un cafecito o una copa? Tengo la botella de ron que me regaló Macías, pero no hay cocas.
Estela: –No te preocupes, me lo tomo derecho. ¿Allá está la cocina?– Al pasar lo mira todo. –Tu depa está muy bien.
Angélica: –No, ¡qué va! Me quedo aquí porque es lo único que puedo pagar y además para mí sola.
Estela: (Reaparece con un vaso en la mano.) –No te serví porque con las medicinas que estás tomando puede hacerte daño.
Angélica: –Olvídate y cuéntame: ¿cómo salió la cena en tu casa?
Estela hace un gesto de repugnancia, mira al techo, bebe y se estremece.
II
Estela: –Por principio de cuentas mis hermanos no fueron para llevar algo; bueno ni siquiera un pan o una lata de aceitunas. Y mis cuñaditas: ¿crees que se ofrecieron a ayudar a mi mamá en la cocina? ¡Para nada! Así que ya te imaginarás.
Con todo y que llegué muerta de la tienda, tuve que ponerme a guisar los romeritos a las 10 de la noche. Lo bueno es que mi mamá había preparado las tortas de camarón desde en la mañana, porque si no.
Angélica: –Son ricas. ¿Qué más prepararon?
Estela: –Bacalao.
Angélica: –Está carísimo.
Estela: –Pues sí, pero mi mamá con tal de darles gusto a mis hermanos es capaz de gastar lo que no tiene. Ahora, claro, anda tronándose los dedos porque se propasó con la tarjeta. Se lo advertí pero no le importó y me hizo acompañarla a comprar un kilo de bacalao, y del bueno. Por poco no nos alcanza. Entre mi mamá, yo, mis hermanos, las cuñaditas y los tres sobrinos, al principio éramos nueve. Pero después llegaron mi primo Claudio y mi tía Dolores. Los dos comieron como locos, pero antes apartaron un bocadito para llevárselo a su casa, porque les encanta hacer el recalentado.
Angélica: –¿Y qué tomaron?
Estela mira los restos de ron en su vaso y le pide autorización a su amiga para servirse un segundo trago.
III
Estela: –En mi familia los hombres no saben beber. Con una copa que se tomen se vuelven locos: cuando no les da por llorar, se agarran a golpes y por eso todas nuestras fiestas terminan en unos pleitazos bárbaros. La otra noche, cuando se armó la bronca entre Sixto y Daniel, estuve a punto de llamar a la patrulla.
Angélica (incorporándose sobre las almohadas): –Pero si son hermanos.
Estela: –Sí, y según ellos se adoran; pero ya borrachos, se desconocen y por cualquier cosita se dicen hasta de la mamá, sin importarles que mi madre esté allí–. Asienta el vaso en el buró. –Esta vez ¿sabes por qué empezó todo? Porque Daniel le dijo a Sixto que no les comprara juguetes tan caros a sus niños. Eso bastó para que Sixto saliera con que nadie en el mundo tenía derecho a meterse con sus hijos.
Angélica: –Dar un consejo no es meterse.
Estela: –Claro que no. Eso todos lo entendemos–. En actitud cautelosa: –Lo que le sucede a Sixto es que anda nervioso: teme que su mujer se entere de que la chamaca con la que se metió, una tal Dalila, está embarazada.
Angélica: –¿Y tú cómo lo sabes?
Estela se lleva la mano a la frente, agita la cabeza, murmura y ríe.
IV
Angélica: –No entendí. ¿Qué dijiste?
Estela: –Que me enteré de todo por mi ex.
Angélica: –¿Sigues viendo a Efraín?
Estela: –¿Viendo, viendo? ¡No! Me lo encuentro y lo saludo; a veces platicamos, pero fuera de ahí, ¡nada! No quiero vivir con un tibio. Cuando lo digo, mi madre se enfurece. Según ella no hay mejor hombre en el mundo que Efraín. Lo piensa porque no lo conoce a fondo y como es muy zalamero con ella, pues lo adora y lo trata como si fuera otro hijo.
Angélica: –¿Tanto?
Estela: –Sí. Quería invitarlo a la cena del 24 pero le advertí que si Efraín entraba a la casa yo me iba. Sólo así la contuve, pero te juro que me pasé la noche temiendo que el tipo ese fuera a presentarse. Ya me lo ha hecho otras veces: llega con un regalito, muy sonriente y haciéndose el simpático.
Angélica: –Por cierto, ¿qué te regalaron tus hermanos?
Estela: –A mí, nada; a mi madre, entre los dos, una batería dizque muy buena. Sí, claro, muy buena para que ella les siga cocinando lo que sus mujeres no saben hacer o ellos no les piden para no molestarlas porque las señoras están muy cansadas.
Angélica: –¿Tus cuñadas trabajan?
Estela: –Sí. Mónica es jefa de demostradoras y Lourdes es auxiliar de un contador. Son chambeadoras. Mi mamá también y, sin embargo, ¿quién tiene miramientos con ella?
Angélica: –¿Y en qué terminó el pleito?
Estela: –En reclamaciones, llantos, platos rotos, insultos. Como intervine, mis hermanos juraron que nunca más me dirigirían la palabra. Daniel le dijo a Sixto que a partir de ese momento lo diera por muerto. Siempre salen con lo mismo, ¿y qué? Al poco tiempo andan muy acuaches, muy amigos, y vuelven a presentarse en mi casa el 24 de diciembre como si nada. Pero ¡se acabó! Esta fue la última cena de Navidad. Si llego a organizar otra será por mi madre, para no quitarle la ilusión de preparar su bacalao: le sale como a nadie.