S
uena el timbre que anuncia el recreo. Los alumnos del Cuarto D
se levantan, dejan los cuadernos abiertos a mitad de un ejercicio, corren a la puerta y se precipitan escaleras abajo sin prestar atención a las advertencias de su maestra: No corran. No griten. No se empujen.
Entre risas, los muchachos se retan a ver quién llega antes que los demás a la cancha, la cooperativa, los bebederos recién instalados.
Indiferente a la euforia de sus compañeros, Ariel camina despacio y se desvía hacia el segundo patio. Allí, a cielo abierto, se acumulan los objetos inservibles: pizarrones cacarizos, escobas de vara, cubetas desfondadas, mesabancos con las paletas curtidas de iniciales, figuritas grotescas, signos incomprensibles, fechas: todo marcado a punta de compás o de cuter o navaja.
Ariel tiene una en el bolsillo de su pantalón. No la exhibe ni fanfarronea con ella. Si lo hiciera sus condiscípulos lo verían con admiración, con respeto. Renuncia a esas expresiones para no arriesgarse a que la maestra o el prefecto descubran su secreto y lo acosen a preguntas: ¿De dónde sacaste esa navaja?
¿Quién te la dio?
¿Saben tus padres que la tienes?
¿Para qué la quieres?
Ariel se siente capaz de responder a esas preguntas, menos a la última porque en cuanto escucharan su respuesta la maestra o el prefecto, o ambos al mismo tiempo, lo mirarían incrédulos, horrorizados y sin el menor intento de ponerse en sus zapatos y comprender por qué un niño de once años quiere sofocar un dolor con otro.
II
Ariel sabe que verse aborrecido o despreciado duele mucho más que las heridas que se hace cuando, para huir de los insultos y las amenazas de su padre, oculta las manos bajo la mesa y desliza la navaja en uno de sus dedos. Lo hace con firmeza y un solo movimiento, sin quejarse y con expresión serena.
Experto en la materia, Ariel también sabe que un segundo antes de que brote la sangre aparece el dolor. Localizado, agudo, lo atrapa y lo vuelve sordo a las expresiones violentas de su padre y a las súplicas de su madre: Ramón: no le digas esas cosas al niño.
No me insultes delante del niño.
Si quieres, desquítate conmigo pero no con el niño, que también es tu hijo.
En esos momentos Ariel se concentra en el hilo de sangre que resbala por su piel y es como un río que lo arrastra fuera del cuarto atestado, sofocante, y lo conduce a otra parte: la calle, el estanquillo con las maquinitas, la tienda con diez televisores encendidos en el mismo canal, la escuela, el segundo patio en donde se acumulan pizarrones cacarizos, escobas de vara, cubetas, mesabancos con las paletas heridas a punta de navaja como sus dedos, pero más sus brazos y su pecho, a donde no llegan las miradas de nadie.
III
Las cicatrices, recientes, son el diario íntimo de Ariel pero también cuentan su vida de hijo único, primero amarradito a la pata de una mesa (Por seguridad, para que no se salga del mercado mientras estoy trabajando
), después en la silla alta de una guardería y más tarde confundido entre los niños de la escuela que lo ignoran y lo tienen por raro porque es retraído, no se interesa en el futbol y no se quita la camisa para refrescarse en la pileta después de la hora de gimnasia.
A pesar de su aislamiento Ariel disfruta de la escuela que lo salva de su casa y le permite refugiarse en el segundo patio. Teme que llegue el día en que su padre consiga su propósito de alejarlo del estudio y ponerlo a trabajar para que lo ayude con los gastos de la casa, sepa lo que cuestan las cosas y aprenda de una vez a ganarse la vida como lo hizo él, que a los nueve años ya trabajaba en una carbonería y después en un obrador y más tarde en una refaccionaria, luego en un depósito de cartón y en una miscelánea hasta que al fin lo tomaron como dependiente en un tiradero de ropa usada.
Cuando su madre intercede por el derecho de Ariel a seguir estudiando (Tan siquiera hasta que haga su secundaria
) su padre la mira con burla (eso duele) y le reclama ser tan exigente, tan desconsiderada después de todo lo que él ha hecho para mantenerlos a ella y a su hijo. Con sólo recordar sus sacrificios se descompone, grita, arroja los platos de la mesa, amenaza con impedirle volver a la escuela y después se lanza sobre su madre para golpearla sin que él –un niño de once años– pueda impedirlo.
Oír el llanto materno le duele a Ariel más que el filo de su navaja desgarrándolo. Con la sangre llega el alivio y sin darse cuenta sonríe. No imagina que con su gesto aviva la furia de su padre. Sin escapatoria posible recibe un golpe en la cara, otro en el pecho, cae al suelo, oye gritos, un portazo. Sin saber cómo llega a su cama y se envuelve en una sábana húmeda porque hace días y días que no tenemos sol
.
IV
En el segundo patio hace frío. Apoyado contra la pared, oculto entre la infinidad de objetos inservibles, Ariel contempla su navaja y recuerda la discusión nocturna entre sus padres pero no el motivo ni qué la desató. Pudo haber sido cualquier cosa: el control de la televisión, la falta de cervezas, un gasto en apariencia excesivo, las eternas sospechas de infidelidad por parte de su padre hacia su madre, reproches mutuos, franco desamor.
La evocación le punza más que la herida recién abierta en la muñeca izquierda. Aturdido, fascinado por la sangre que fluye, escucha el timbre que indica el final del recreo pero no se mueve. Quiere permanecer allí, en el patio de los deshechos en donde nadie le hará preguntas, protegido por los mesabancos que tienen las paletas marcadas con la punta de un compás, un cuter o una navaja semejante a la que se le escapa de la mano.