E
n el rancho, desde nuestra casa, podíamos ver el tren lejano avanzando en línea rumbo a la ciudad de México. Al escuchar su silbato y verlo, los niños nos precipitábamos hacia la carretera y corríamos con la inútil esperanza de alcanzarlo. Antes de que se perdiera tras la curva nos deteníamos y agitábamos los brazos seguros de que los viajeros podían distinguirnos y responder, tras las ventanillas iluminadas, a nuestra despedida: Buen viaje. Adiós, adiós.
Aun después de que el horizonte volvía a ser un cuadrado oscuro, impenetrable, nos quedábamos oyendo el silbato metálico del tren hasta que se transformaba en un rumor cada vez más lejano que al fin se desvanecía. Entonces la noche recuperaba su desnudez, los sonidos del campo, el rumor del viento entre las ramas de los árboles: siluetas oscuras, desiguales, que a la luz del día eran compañeros de juego y por la noche presencias misteriosas, amenazantes.
La visión nocturna y fugaz del tren despertaba el interés de la abuela por contarnos su único viaje a San Luis Potosí y el ansia de mi madre de que algún día abordáramos el ferrocarril rumbo a la ciudad de México. Circunstancias muy adversas contribuyeron a que el sueño materno se realizara. Una noche dejamos de ser observadores del tren y nos convertimos en pasajeros. Desde las ventanillas mis hermanos y yo agitábamos las manos imaginando que nuestros conocidos del rancho podían vernos sentados en las bancas corridas de la segunda clase y escuchar nuestros gritos: Adiós, adiós. Ya pronto vendremos a visitarlos.
II
En cuanto llegamos a la ciudad de México descubrimos lo nunca antes visto: edificios, anuncios de neón, calles anchas, tranvías, agentes de tránsito, camiones, semáforos y después, muy altos en el cielo, los aviones. Incrédulos y temerosos, pero al mismo tiempo llenos de curiosidad nos hacíamos cruces por saber cómo serían por dentro, a qué altura se elevaban y cómo era posible que bajaran sin romperse. Sobre todas esas cuestiones dominaba una pregunta: ¿Qué se sentirá al volar?
Estaba claro que no íbamos a saberlo pronto. Subirse a un avión encabezó la lista de imposibles dictada por nuestras precarias condiciones económicas. Por fortuna al poco tiempo de vivir aquí y gracias a la sugerencia de Mercedes, nuestra vecina, encontramos la manera de resarcirnos en algo por la imposibilidad de volar: Vayan al aeropuerto. No les cobrarán nada por subir al mirador. Desde allí verán muy bien cómo despegan y aterrizan los aviones. Seguido llevo a mis chamacos porque no gasto y se divierten como locos.
III
El consejo era muy tentador pero no resultaba fácil acatarlo, entre otras cosas porque ignorábamos dónde estaba el aeropuerto y cuánto nos costaría llegar hasta allí. Mercedes nos dio toda clase de explicaciones y al final, viendo que aún teníamos dudas, nos hizo un mapa y nos escribió el teléfono del estanquillo donde le recibían llamadas para que le habláramos en caso de que nos extraviáramos.
Vencidos los obstáculos y ante la insistencia de mis hermanos mayores, mis padres decidieron llevarnos al siguiente domingo a ver de cerca los aviones. La noche del sábado, a causa de la emoción, estuvimos insomnes, conversando de una cama a otra hasta que un pleitazo en la vivienda de junto nos dejó sin palabras.
La mañana del día señalado mi madre se la pasó haciendo taquitos de fideo seco, tortas de frijoles y agua de limón que puso en un frasco. Todo eso lo metió en un morral. En otro acomodó una bacinica y una cobija. De haber tenido una brújula de seguro la habría agregado a nuestra carga.
A las ocho de la mañana, antes de salir, mi padre nos puso en fila para bendecirnos (como si en vez de llevarnos al aeropuerto fuera a conducirnos a un patio de fusilamientos) y nos hizo repetirle nuestra dirección para estar seguro de que sabríamos adónde regresar si nos perdíamos.
Por su lado, mi madre cumplió con su deber haciéndonos una serie de advertencias: No se alejen de nosotros. Agárrense bien. Cuando lleguemos allá no vayan a sacar la mano ni la cabeza.
Supongo que con esa medida creía ponernos a salvo de que un avión, al pasar cerca de nosotros, pudiera dejarnos mutilados o, mucho peor aún, decapitados.
IV
El viaje desde Tacuba al aeropuerto fue larguísimo: dio tiempo a varios trasbordos y a que en el último camión mi padre discutiera con un pasajero impertinente y ebrio, a que mi hermana vomitara asqueada por el olor a gasolina, a que mi madre vaciara las bolsas en busca del papelito con el teléfono apuntado por Mercedes y volviera a llenarlas (indiferente a las risitas causadas por la dichosa bacinica) y a que a mi hermano mayor se le ocurriera hacer una competencia de adivinanzas y trabalenguas entre él y yo.
Debió pasar del mediodía cuando llegamos al aeropuerto: un edificio bajo y relativamente pequeño o al menos así lo recuerdo. Poca gente caminaba por el pasillo y ninguna parecía tener prisa. Nosotros, muy juntos, avanzábamos mirando en todas direcciones sin saber cuál tomar. Estuvimos yendo y viniendo de un lado a otro hasta que al fin mi padre se atrevió a preguntarle a un policía.
Por sus indicaciones y una serie de flechas dimos con las ruidosas escaleras de fierro que llevaban al mirador: una azotea cercada con una malla metálica. Fue difícil encontrar acomodo entre las familias y los grupos de jóvenes que habían llegado hasta allí con el mismo propósito que nosotros: ver el despegue y el aterrizaje de los aviones.
Como los otros visitantes al rústico mirador, mi familia y yo nos pasamos horas de aquel domingo alertas, nerviosos, aturdidos por el estruendo de los motores, minimizados por las ráfagas de aire caliente que nos desordenaban el cabello y la ropa, incrédulos ante la elevación, cegados por los reflejos metálicos de los aviones que parecían ir rumbo al Sol y al esfumarse nos dejaban la sensación de haber estado cerca de contestar la pregunta que nos había tenido desvelados: ¿Qué se sentirá al volar?
A partir de aquel domingo hicimos muchas otras visitas al mirador, pero ninguna tan emocionante como la primera. Ya no viven los miembros de mi familia con quienes compartí aquellas experiencias. Son sólo mías. Es también sólo mía la derrota de recordarlas fragmentadas y en desorden.
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Cristina Pacheco: Mar de Historias
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