S
i un presidente en funciones se manifestara a favor de la despenalización de las drogas, así fuera de una despenalización parcial, el hecho sería digno de aplauso por parte de quienes estamos convencidos de la pertinencia ética, legal, económica y geopolítica de acabar con la prohibición: aparte de que ésta se basa en consideraciones mercantiles disfrazadas de moral pública, constituye la condición sine qua non para el florecimiento del narcotráfico y las actividades delictivas asociadas a él, favorece la multiplicación de las adicciones, crea un terreno propicio para las intromisiones y los conflictos internacionales y representa, en general, un factor de severa distorsión para la economía, la política y la vida institucional de las naciones.
Ayuda el que un ex mandatario cobre conciencia de la grotesca y costosa hipocresía que subyace bajo la persecución de las drogas y tome partido por suprimir la arbitraria lista de sustancias que los ciudadanos tienen prohibido consumir. Pero cuando uno que fue presidente no sólo aboga por la despenalización, sino que además se apunta para sembrar mariguana y comercializarla en las tiendas Oxxo, el posicionamiento no sólo da lugar a chistes sino que provoca vergüenza y, con suerte, un poco de indignación, porque se evidencia que el sujeto de marras ejecutó las leyes prohibicionistas sin convicción alguna y que, en tanto haya dinero, lo mismo le da administrar una explotación minera de alto impacto ecológico que encabezar una organización ambientalista.
Pero también sería injusto llamarse a sorpresa por las recientes declaraciones de Vicente Fox, quien ahora se dice dispuesto a cambiar su poco exitoso papel de conferencista de clase mundial por el de honesto mariguanero: desde antes de su llegada a la Presidencia se definió como empresario y comerciante y en ningún momento pretendió ostentarse como político, y menos aun como una persona con visión de Estado. Luego se desempeñó con un claro estilo gerencial –quién dijo que la corrupción sólo existe en el sector público–, concibió al Estado como una corporación y nunca llegó a tener clara la diferencia entre sociedad y mercado.
Hay que reconocer, por otra parte, que la escandalosa declaración tiene al menos la virtud de esclarecer el sentido de las tendencias favorables a la despenalización de las drogas que desde hace unos años vienen surgiendo en las derechas empresariales y políticas en el mundo y que no dejan de causar desconcierto: George Shultz, George Soros, Mario Vargas Llosa, Ernesto Zedillo, Otto Pérez Molina, Paul Volcker, César Gaviria, Fernando Cardoso, entre otros. Uno de los manifiestos más claros y ejemplares en este sentido es el que formularon el pasado 21 de mayo varios de los mencionados. Tiene el feísimo título de Nueva voz en la reforma de política de drogas
y está, por cierto, redactado con las patas.
Los signatarios del texto no se detienen en ningún momento a preguntarse si es moralmente correcto, o no, que el Estado pretenda regular de manera coercitiva consumos que, independientemente de lo perniciosos que resulten, caen en el ámbito de lo privado. La prohibición de cualquier sustancia alteradora del sistema nervioso –y hay decenas de ellas promovidas por campañas publicitarias legales–, con el pretexto de que la adicción a ellas es un problema de salud pública, resulta tan improcedente como lo sería el forzar al uso del condón –ley mediante y policía al frente– en prácticas sexuales de riesgo. Simplemente, los autores del texto retoman la obvia conclusión que las sociedades vienen haciéndose desde hace varios lustros y desde hace muchos muertos: que las guerras contra las drogas son, si se cree en la honestidad de sus propósitos manifiestos, un fracaso.
La postura despenalizadora se presenta sólo como una iniciativa pragmática y realista
para atenuar los procesos de violencia, descomposición institucional y deterioro de la seguridad y de la salud, y es ambiguo en el punto de si se debe levantar la veda para todas las drogas hoy perseguidas o sólo para la mariguana. Se debilita, así, la credibilidad del pronunciamiento, a menos que se cuente con la inocencia necesaria para creer que el legalizar el consumo y la producción de mota bastaría para minar el poder del crimen organizado
y romper el círculo vicioso de violencia, corrupción y prisiones abarrotadas
. Y no: la mariguana representa sólo una pequeña porción del ramo del narcotráfico. Aunque Fox sí se ha manifestado explícitamente en anteriores ocasiones por la despenalización de todas
las drogas hoy ilegales.
El 11 de noviembre de 2010 se asentó en esta columna que Zedillo y Fox, "nuevos adalides de la despenalización, tienen en común sus vínculos pasados o presentes con grandes trasnacionales: si antes de dedicarse a la política el guanajuatense ocupó la gerencia latinoamericana de Coca-Cola, el sucesor de Salinas, tras abandonar Los Pinos, ha sido empleado de esa misma empresa, así como de Procter & Gamble, Daimler-Chrysler, Alcoa, Grupo PRISA y Union Pacific, entre otras. Puede ser que los pronunciamientos de ambos ex presidentes sean resultado de meras ocurrencias personales, pero puede ser, también, que sean expresión de intereses corporativos –los farmacéuticos y los refresqueros, por ejemplo– dispuestos a disputar a la delincuencia informal un enorme y vasto mercado, y a instaurar, con base en la conversión de psicotrópicos hoy proscritos en productos de consumo regular, ramos industriales tan intachables como lo son actualmente la tabacalera, la licorera y la de bebidas energetizantes
que contienen taurina. Lo anterior es especulación."
Hay que agradecerle a Fox que haya despejado, con su más reciente declaración sobre el tema, el carácter hipotético de aquella reflexión y que se haya tomado la molestia de confirmar, en sus propias palabras, el espíritu empresarial que anima su respaldo a la despenalización: "La mariguana […] puede ser una industria legal y operativa que le quitaría millones de dólares a los criminales, ese dinero ahora va a ser de empresarios y no de El Chapo Guzmán, basta de que todo este asunto de la marihuana esté en manos de criminales […] Una vez que sea legítimo y legal, claro, puedo hacerlo, yo soy agricultor. Que la droga esté en manos de nosotros, que ayude a la economía del país y no solamente a El Chapo [...]" Más claro, ni el agua. Tal vez estemos en vísperas de una nueva etapa de la guerra en la que los narcotraficantes empiecen a enfocar su poder (de corrupción, de infiltración y de fuego) en un esfuerzo por impedir una despenalización cuyo objetivo principal es sacarlos del mercado.
Así que si las derechas mundiales se han dividido en el tema de las drogas es porque un sector de ellas piensa que éstas deben ser convertidas en un negocio tan próspero como legal, en tanto que otro considera que, pese a todo, sigue siendo mejor negocio combatir los sicotrópicos que venderlos legalmente en los Oxxos
.
No es esa, no puede ser esa, la despenalización promovida desde una perspectiva humanista y de izquierda. La medida no debe servir para hacer dinero sino para acabar con la violencia y la corrupción asociadas al narcotráfico y su combate y para enfrentar en mejores circunstancias el drama de las adicciones. No se trata de promocionar mota o cualquier otra droga en las vitrinas de las tiendas Oxxo; la idea es la contraria: que las drogas dejen de ser un negocio de alta rentabilidad.
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