M
ientras se encamina al jardín de Loreto, Aída piensa en lo mucho que le falta por hacer antes de salir de vacaciones. Son las primeras que toma desde hace l4 años. Irá a su pueblo. Lleva mucho tiempo de no visitarlo. Es seguro que haya cambiado y que no encontrará ni familiares ni amigos; sin embargo, ella tiene la esperanza de que aún sigan en pie la casa donde pasó los primeros siete años de su vida, la escuela de las señoritas Muñiz y el jardín sombreado por árboles de clavo centenarios. De su follaje oscuro y denso solían desprenderse interminables y ruidosas parvadas de tordos. ¿Estarán?
El tañido de la campana interrumpe los recuerdos de Aída y la devuelve a la realidad. Mira su reloj. Falta media hora para que llegue Sixto. Tiene tiempo de sobra para entrar en la iglesia. Penumbrosa, desierta, huele a humedad, a lágrimas
, decía La Muñeca, una de sus compañeras de trabajo y su única amiga.
Muchas veces fueron juntas a esa iglesia para pedirle a la Virgen el milagro de morir en su cama y no en cualquier calle o en un hospital, como había sucedido con La Percherona, La Liebre, La Pingüica: todas mujeres mayores de 50 años que vivían de prestarse como sexoservidoras.
II
Quien la vea con su camisa de flores y su suéter gris no pensará que Aída es una de ellas. Su oficio ya no la avergüenza. Lo ejerce sólo de día, con orgullo, a sabiendas de lo que significa para los hombres –en su mayoría viejos– que la solicitan y en especial para Sixto. Aída piensa cómo le dirá que la semana que entra –en la fecha de su cita programada– no se verán porque ella se irá de vacaciones a su pueblo. La casa de la infancia, la escuelita, el jardín, los árboles cuajados de tordos. ¿Estarán?
Aída atraviesa la plaza y sin titubeos se dirige a la banca de piedra en donde Sixto y ella se encuentran cada fin de mes. Él, recién bañado, con su chamarra de dril impecable y los zapatos relucientes; ella, con su ropa clara, su cabello recién teñido y la bolsa de charol en donde guarda lo necesario para salir a trabajar: llaves, un rollo de papel, el monedero vacío y unas frituras por si el hambre aparece antes que algún cliente.
Quienes vean a Sixto y a Aída en la banca pensarán que forman un matrimonio de viejos y no lo que son
¿Qué, a ver, qué?
Sixto se llena la boca diciendo que son amantes. Ella echa la cabeza para atrás y se ríe de lo que considera una ocurrencia. En su opinión, y también a juicio de La Muñeca, que en paz descanse, Sixto y ella son amigos. Que se acuesten juntos a medio vestir en la cama recubierta de hule-espuma da a su relación un grado más, un piloncito que los dos disfrutan sin temor ni vergüenza, con la libertad de ser viudo él y ella esposa abandonada. Sola, sin estudios, ya grande, sin conocidos, con la urgencia de pagar el cuarto y mi comida, ¿qué otra cosa iba a hacer más que echarme a la calle?
Sixto la comprendió desde el primer día en que se fueron juntos al hotel. Los dos se acuerdan muy bien de lo que hicieron. Hablaron: él, de su esposa muerta; ella, de sus años de matrimonio sin hijos. Aquella tarde, cuando estaban a punto de abandonar el cuarto alquilado en El Faro, él le confesó los temores y las dudas que había tenido antes de abordarla en el jardín. Aída no pudo menos que preguntarle por qué la había elegido si allí se encontraban otras mujeres disponibles y más jóvenes. La respuesta de Sixto fue desconcertante: Porque eres tú
.
Al cabo del tiempo Sixto ha encontrado nuevas razones para seguir buscándola y pidiéndole que se reúnan cada fin de mes en el jardín. Se saludan, se reconocen, se miran para borrar la distancia que los mantuvo alejados por semanas. Unidos otra vez caminan hasta la tienda de abarrotes para comprar dos cervezas, carnes frías y galletas saladas. Surtidos, se dirigen a El Faro.
En el cuarto alquilado, bajo el foco desnudo, entre los dos construyen una intimidad reiterada, torpe, breve, tierna. Las palabras quedan para después, para el momento en que se cuentan su vida presente, sus preocupaciones, sus inquietudes, sus temores. Los de Sixto se concentran en tres: perder el empleo en la tienda de plantas medicinales en donde trabaja desde hace más de 20 años, enfermarse y que sus hijos terminen por enviarlo a un asilo.
Cuando lo escucha decir eso, aunque no quiera reconocerlo, Aída se entristece de pensar lo que sería de su vida si no supiera que en fecha y horas fijas aparecerá ese hombre cargado de espaldas, que arrastra los pies y se queda dormido en calcetines tocándola apenas, poseyéndola desde un sueño del que vuelve sumiso, descansado, solícito: ¿Te gustó?
Aída le responde que sí y no miente.
Luego se levantan, se ayudan a vestirse, bromean, ella va al baño. Cuando regresa encuentra su bolsa de charol entreabierta. La cierra discretamente, sin dudar de que entre su llavero, el rollo de papel, el portamonedas vacío y el paquete de frituras hay dos billetes: la paga acordada.
III
Aída mira otra vez su reloj. Pasan de las 11 y Sixto, siempre tan puntual, no aparece. Piensa que, como adelantaron la cita una semana, tal vez él no haya podido salir de la tienda de plantas medicinales. Desde luego queda el recurso de llamarlo y decirle que se va de vacaciones, que el sábado no la espere.
Imagina que en unos cuantos días, a las horas en que suele reunirse con Sixto, andará recorriendo las calles de su pueblo o quizá visitando la casa de su infancia, la escuela de las señoritas Muñiz o el jardín con los árboles plagados de tordos. ¿Estarán? Siente ansia por saberlo, por emprender el viaje y deshacerse de sus rutinas. Una de ellas son sus encuentros regulares con Sixto. Alterarlos, cambiarlos un poco será bueno, renovador para ambos. Su conclusión la asusta como si hubiera cometido una falta, una deslealtad. ¿Qué tiene de malo querer irme unos días?
, murmura, sin importarle que la escuche el ebrio que ocupa el otro extremo de la banca.
La presencia del extraño la incomoda. Decide mudarse a la banca que está en el otro extremo del jardín. Desde allí tiene una mejor vista de la fuente que empieza a manar agua. El rumor la tranquiliza, aclara sus pensamientos y la ayuda a encontrar las palabras para decirle a Sixto que se va. Mañana tempranito, si Dios quiere
.
De pronto ve aparecer a Sixto. Él se enjuga la frente, toma asiento junto al ebrio que ahora dormita y como un niño aplicado que espera el momento de recitar la lección cruza los brazos y se mantiene alerta. Aída siente el deseo de levantarse para reunirse con Sixto, pero se queda mirándolo. Le sorprende pensar en lo mucho que sabe de ese hombre. Entre otras cosas, que las rodillas le rechinan cuando llueve, que le duelen cada vez que sube al tapanco de la tienda para bajar las bolsas de yerbas medicinales, que en la derecha tiene una cicatriz encarnizada.
El recuerdo de esa marca roja y brillante la conmueve, le despierta el deseo de acariciarla y de postergar un año más, o tal vez para siempre, la visita a su pueblo. Después de todo quizá ya no existan ni la casa de su infancia ni la escuela de las señoritas Muñiz, ni el jardín con árboles de clavo centenarios cuajados de tordos. ¿Estarán?