E
s una cosa de símbolos. Festejamos el cumpleaños del país el 15 de septiembre porque en esa fecha el subversivo Miguel Hidalgo convocó a la gente a luchar por la independencia nacional, pero si fuéramos más realistas celebraríamos el 22 de octubre, día en que el Congreso de Chilpancingo promulgó, en plena guerra independentista, el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana. O tal vez sería más prudente adelantar el festejo al 4 de octubre porque en esa fecha, pero de 1824, se proclamó la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos y, derrotado el extravío imperial de Iturbide, arrancó formalmente la vida de la república independiente.
Pero la conciencia colectiva acomodó el nacimiento de la nación el 15 de septiembre. Es falso lo que propalan ahora algunos, que el origen de la fiesta se deba a que Porfirio Díaz la adelantó para hacerla coincidir con su propio cumpleaños. La primera vez que la celebración se pasó del 16 al 15 fue en 1846, y en tiempos de la invasión francesa Benito Juárez daba el Grito
el día 15, no el 16, en donde lo agarrara la huida de las tropas francesas.
La semana pasada el 15 de septiembre encontró al país en una circunstancia particularmente difícil. La oligarquía gobernante ha copado la mayor parte de las instituciones públicas –el Ejecutivo Federal, el Legislativo, el Judicial, el IFE, la mayoría de los gobiernos estatales, los partidos políticos mayoritarios– y las ha puesto al servicio de la ofensiva de los grandes capitales contra el país y su gente.
Agotadas las mediaciones por la insensibilidad y la sordera de los poderosos, el recurso a la fuerza pública se convierte en un instrumento de gobierno cada vez más frecuente. Las corporaciones armadas son lanzadas contra los inconformes pero pierden día tras día la confrontación con las organizaciones delictivas. No se persigue al narco, sino a los pueblos que se arman para impedir que sus territorios caigan en manos de los narcos. Se expulsa del Zócalo a los revoltosos del presente para conmemorar la revuelta de los revoltosos independentistas, convertidos en estampita, fetiche y estatua de mármol desprovista de significados reales.
Se falsifica la historia para justificar las adulteraciones constitucionales que legalizarían la entrega de la industria petrolera a manos privadas, una entrega que de cualquier forma ya es práctica cotidiana, aunque ilegal; si se hiciera realidad la desnacionalización petrolera que pretende el peñato, ello se traduciría en un recorte adicional a la de por sí mermada soberanía nacional, porque las corporaciones energéticas transnacionales recibirían en concesión enormes territorios sobre los que impondrían su ley; una nueva expropiación resultaría mucho más difícil que la que llevó a cabo el general Cárdenas porque hoy en día el gobierno tendría que someterse, en sus diferendos con transnacionales estadunidenses y canadienses, a comités de arbitraje foráneos, y no a los tribunales nacionales.
Se pretende, además, mediante una reforma fiscal, darle a los bolsillos populares una mordida de 240 mil millones de pesos anuales, no para hacer un gobierno más eficiente ni más pródigo, sino para seguir manteniendo los lujos, la corrupción y la capacidad de cooptación electoral de la clase política.
En lo que constituye un paso definitorio en el proceso de demolición del sistema de educación pública, el gobierno hizo aprobar una reforma laboral disfrazada de educativa que generó una gran inconformidad en los sectores organizados e independientes del magisterio. Decenas de miles de mentores de diversos puntos de la República marcharon sobre la capital y permanecen en ella para hacer patente su descontento. En respuesta, el poder oligárquico organizó una campaña de desprestigio y denuesto contra los profesores y buscó capitalizar en contra de ellos la molestia de muchos capitalinos afectados en sus traslados diarios por las movilizaciones magisteriales.
Luego vino una provocación policial –cualquiera puede ver en Youtube los videos que muestran a la Policía Federal escoltando hasta la plaza a columnas de presuntos civiles que marchan con gran disciplina, sin que se sepa contra quién o para qué– para buscar una respuesta violenta del movimiento magisterial. Se consiguió, en cambio, provocar una vasta oleada de solidaridad social hacia los maestros, solidaridad que se expresa tanto en la realización de marchas de apoyo como en el acopio de víveres, medicinas y ropa para el campamento instalado en el Monumento a la Revolución.
Por añadidura, estas fechas patrias tienen como telones de fondo la pobreza imparable de millones de personas, la agudización de las carencias educativas y de salud, la desintegración social creciente, el desánimo de la ciudadanía y la violencia delictiva que ha sido parcialmente ocultada a la opinión pública por instrucciones de la Presidencia, pero que dista mucho de haber amainado en relación con el calderonato.
Sobre este panorama se abatió la lluvia: un huracán y una tormenta tropical simultáneos descargaron sus aguaceros, devastaron grandes regiones de ambos litorales y sumieron a cientos de miles de personas y a centenares de poblaciones en una situación desesperada. Ante la tragedia, la respuesta de las autoridades ha sido básicamente televisiva, y muy rápido han surgido los datos del descuido y el desdén oficiales que empeoraron en mucho el desastre humano causado por los meteoros.
El país está anegado, desgajado, hambreado, despojado de derechos y seguridad, amenazado y reprimido, violentado en todos sus ámbitos, y muchas personas tienen el corazón adolorido, el ánimo por los suelos y ninguna esperanza de mejora.
Es justamente el estado de ánimo que necesita generalizar el régimen oligárquico para terminar de imponer su nuevo ciclo de reformas estructurales
: menos derechos, menos propiedad nacional, mayores impuestos y tarifas, mayor deuda compartida por el colectivo y mayor riqueza concentrada en manos privadas. O, por decirlo de otra manera, esta ofensiva antipopular es como los virus: a mayor debilidad en el ánimo del organismo en el que se introducen, mayores son sus probabilidades de éxito.
Desde luego, no todo está perdido y el país es recuperable, a condición de que sus habitantes –y, especialmente, los más lúcidos– se sacudan la depresión y empiecen a marchar, a luchar, a salir a flote, a organizarse, a revertir la catástrofe. Este es el país que hay que recuperar y esta, la vida que debe dignificarse. No hay otro. No hay otra.
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