Cristina Pacheco: Mar de Historias

Written By Unknown on Senin, 04 Maret 2013 | 15.53

E

n la familia todos estamos de acuerdo en que no podemos hacer gastos superfluos, mucho menos cuando sigue escaseando el trabajo, subió otra vez la gasolina y los envíos de dinero que nos hace José desde Estados Unidos se han vuelto irregulares y cada vez más raquíticos. La última remesa fue de l60 dólares: algo más de 2 mil pesos. Alcanzaron para cubrir la mitad de la renta. Debemos el resto. Cada centavo que ganemos estará destinado a saldar esa deuda. Si fuera la única, menos mal; pero tenemos muchas otras.

Frente a tales urgencias comprendo que fui muy inoportuna cuando, el domingo pasado, se me ocurrió decir que deberíamos arreglar el cuadro donde tenemos el retrato de José. Mientras estuvo en la sala, entre la repisa y la cantina, nunca le pasó nada. Pero desde que a mi hermana Ofelia se le metió en la cabeza colgarlo en el pasillo se ha caído tres veces. A eso se debe que tenga el marco descuadrado y el vidrio como telaraña.

Lleva semanas así. Me parece un desaire a José, que tan bueno ha sido con nosotros, y un menosprecio al retrato. No es una fotografía, sino el dibujo que hizo César, el pintor de rótulos, durante la comida que le organizamos para despedirlo cuando se fue a Tucson. Va para 11 años de eso y todavía me acuerdo de lo animada que estuvo la reunión. El mejor momento fue cuando llegó mi hermano Daniel con el sonido de Los Macacos y organizó el baile. Como a la una de la mañana, al calor de las copas y ante la inminente despedida, mi madre abrazó a José con desesperación y le juró que a diario les pediría a sus santos patronos ayuda para él. Mi padre, ocupado en el comercio ambulante, le suplicó a José que lo pensara bien antes de irse. Ofelia y yo le pedimos lo mismo.

José respondió que su plan seguía en pie. Estaba harto de hacer trabajitos mugres por aquí y por allá; necesitaba conseguir algo firme que le permitiera forjar un capital, pero sobre todo devolvernos el dinero que le habíamos dado para su pasaje y los primeros gastos en Tucson. Su firmeza nos dejó mudos, pero no sin lágrimas. Lloramos ante la próxima ausencia de José y, en secreto, también por el sacrificio que había representado vender o empeñar las pocas cosas salvadas de nuestras sucesivas crisis económicas. Contagiado por la emoción, José prometió que nos enviaría el primer dinero que ganara. En el último brindis Los Macacos nos acompañaron con Las golondrinas.

Durante siete meses no tuvimos ninguna noticia de José. La casa se llenó de dudas y reproches hasta que por fin llegó la primera remesa: 500 dólares. Orgullosísima, mi madre le mostraba la orden de pago a todo el mundo y decía que José era para ella más que un hijo: un ángel de la guarda que desde lejos veía por nosotros para salvarnos del desastre.

Después de cambiar los dólares, mi madre regresó a la casa, tomó el retrato de José y lo llevó a la tienda de marcos. Eligió el más bonito, el más dorado, el único digno de proteger el dibujo. Supera a cualquier foto. Capta muy bien la expresión tímida de José. César dibujó en una cartulina grande su pelo lacio, sus párpados caídos y la cicatriz en el labio que desvía su sonrisa. Desde la última vez que el retrato se cayó las fisuras del vidrio se ven como arrugas sobre la cara de José.

II

Hay destinos. Desde niño, el de José ha sido peregrinar de una escuela a otra, de un trabajo a otro, de un cuarto a otro hasta que por fin se fue. Lo mismo ha sucedido con su retrato. De la pared central en la sala pasó a un hueco junto a la ventana porque a mi hermana Ofelia se le ocurrió exhibir allí el tapiz de macramé que hizo en el taller de manualidades D'Arcy, en donde pudo inscribirse con parte de la segunda remesa de 350 dólares que nos mandó José.

Mis padres agradecieron el envío con el entusiasmo de siempre y sin atribuir la disminución a derroche o avaricia. Daniel, en cambio, la analizó pluma en mano. Según las devaluaciones de la moneda, calculó nuestras pérdidas. Interrumpió su ejercicio matemático para revelarnos la conclusión a que había llegado: Para mí que aquel ya anda metido con una gringa y se gasta el dinero con ella. Por eso nos está mandando menos. Nadie se atrevió a contradecirlo. Desde que José, nuestro hermano mayor, estaba lejos, la posición de Daniel en la familia se había fortalecido a niveles de dictadura.

Foto

En el estado de Zacatecas, 50 por ciento de las familias tienen por lo menos un integrante que radica en Estados Unidos, cuyas remesas suman un millón y medio de dólares diarios, según especialistas de la UAZ. Imagen de archivoFoto Alfredo Valadez

Su autoritarismo se hizo más evidente cuando lo recontrataron en la fábrica de veladoras y volvió a pertenecer a su antiguo equipo de futbol, Los Koalas, que de inmediato resultó vencedor en el Torneo de los Llaneros. La foto ocupó la página de un diario deportivo. Daniel la recortó, la mandó amplificar, la plastificó y, sin consultarle a nadie, decidió colgarla en la pared más importante de la sala. Allí la luz del sol lo ilumina sonriente, feliz, luciendo con gallardía los pants y la camiseta comprados con parte de los 230 dólares remitidos por José desde Mahobe.

La entronización del cartel tuvo sus consecuencias: el gobelino de Ofelia invadió el rinconcito junto a la ventana y el retrato de José quedó colgado sobre la puerta de la cocina. Me pareció que el cambio era inapropiado y además ponía la foto en riesgo de engrasarse. Mi madre, en cambio, encontró el traslado muy benéfico, porque cada vez que entrara a cocinar vería la cara de su hijo. Los domingos, subida en una silla, bajaba el cuadro para limpiarlo y dejarlo reluciente.

III

Pasaban semanas sin que tuviéramos envíos o noticias de José. Terminamos por entender el silencio y la suspensión de remesas como pruebas de que José había tenido que mudarse de trabajo, de ciudad, de pueblo. A veces, muy pocas, nos llamaba por teléfono para escuchar nuestras novedades, darnos las suyas y disculparse por haber disminuido los giros o simplemente por no haberlos mandado.

Mi madre siempre terminaba diciéndole que no se preocupara por eso. Estaba enterada de la situación allá y sufría de que él la padeciera. Su consuelo era saber que todo iba a cambiar gracias a sus constantes súplicas de amparo divino. Por último le decía: Cuando te extraño mucho veo tu retrato. En efecto, muchas veces la encontré en la sala, junto a la ventana, a la entrada de la cocina hablándole a José como si estuviera presente.

Dado que el cuadro es grande y mi madre no es joven, un domingo al bajarse de la silla se cayó. Para evitar que el retrato se dañara metió los codos. Sus quejidos y peticiones de auxilio anunciaban lo peor. Contra su voluntad la llevamos al médico. Gracias a que José nos había mandado una semana antes 190 dólares pudimos pagar la consulta, las radiografías y los medicamentos.

De vuelta a la casa Ofelia dijo que no debíamos arriesgarnos a otro accidente y propuso que colocáramos el retrato de José en algún sitio en donde no pusiera en peligro la salud de mamá. Imposible devolverlo a sus anteriores lugares y menos ponerlo en la recámara de mis padres. Estaba llena de los productos en que invertían parte de las remesas para luego revenderlos en la calle. Entonces Ofelia pensó que el retrato de José estaría en el pasillo mejor que en ninguna otra parte.

Le hice ver que es muy angosto y que, al pasar, cualquiera de nosotros podría tirarlo. Ella ignoró mi advertencia y colocó el dibujo entre una marina fosforescente y el perchero en donde colgamos la ropa que hemos adquirido con los envíos que ha hecho José desde Tucson, Phoenix, San Bernardino, Mahobe, Glendale y Temple, al mismo ritmo que su retrato ha emigrado de la pared central de la sala a un pasillo oscuro.

Un día, me temo, pasará al olvido.


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