D
e vez en cuando circulan rumores de que van a demoler este edificio para construir sobre el terreno uno más alto y con más departamentos que éste. Hace dos semanas volvimos a oír la noticia, pero ni el dueño ni el administrador se han molestado en venir para aclararnos la situación. Como quien dice, estamos con un pie en el aire, sin que nadie nos diga cuánto tiempo nos dan para mudarnos o si no hay motivo de preocupación y las cosas seguirán como siempre.
Sea verdad o mentira, bastó con que circulara el cuento para que reapareciera el dilema de lo que sucederá con nosotros a partir del día en que llegue la maquinaria y aparezcan los peones encargados de tirar nuestras viviendas.
I
Siempre ocurre lo mismo: a pesar de que lo hemos oído infinidad de veces sin que nada se haya modificado, el cuento de la demolición nos angustia, nos cambia. A los vecinos, que por lo general hablamos muy poco entre nosotros, nos vuelve comunicativos. En donde nos encontremos –ya sea en las escaleras, los corredores, la estación del metro o la tienda de Tobías– nos detenemos para abordar el tema y hacer el balance de las consecuencias que tendrá sobre nuestras vidas la desaparición del edificio.
En los momentos de zozobra, como este que estamos padeciendo, nos olvidamos de la privacidad. El celo con que ocultábamos nuestros problemas se desmorona como un vidrio golpeado con un mazo. Nos vemos de frente, nos decimos las cosas por su nombre, tal cual son, y nos pedimos consejo. Si nos sacan de aquí y Abelardo decide que nos vayamos a vivir con sus papás, ¿lo sigo o me separo?
Con lo que gano, imposible pagar más renta. ¿Saco a mi hijo de la escuela y lo pongo a trabajar para que me ayude con el alquiler o veo cómo le hago solita?
II
Es curioso, pero el hecho de que este edificio pueda convertirse en escombro nos hace apreciar las ventajas de vivir aquí. Lo que antes nos parecía molesto pasa a ser provechoso. Por ejemplo, la orientación. Todos los departamentos dan al norte. En invierno parecen congeladores. Nos la pasamos cuatro o cinco meses quejándonos de que los cuartos sean tan fríos, de tener que andar abrigadísimos hasta en la cocina, de que a cada rato nos enfermamos.
En cuanto nos llega el run-run de la posible demolición dejamos de lamentarnos y procuramos verles el lado bueno a nuestras viviendas. Nos alegra pensar en lo frescas y agradables que son en la época de calor. En cambio, durante la misma temporada, los inquilinos de los edificios nuevos que están cerca del nuestro tienen que dormir con las ventanas y las puertas de par en par, expuestos al peligro de les caiga algún ladrón.
Lo mismo sucede con la plaga de gatos. Un día sí y otro también, los maldecimos porque inundan los corredores con la pestilencia de sus orines y nos desvelan con sus maullidos. Hartos, decidimos acabar con ellos dejándoles comida envenenada. Apenas volvemos a oír la noticia del derrumbamiento encontramos a los mininos algunas ventajas: nos advierten de los temblores, ahuyentan los ratones y descubren los nidos de las cucarachas.
Aquí hay de todos tipos, desde grandotas voladoras hasta los asquerosos talcascuanes. Aunque pequeños, son los más peligrosos, porque se meten en la comida. Cuando le hago picadillo a mi marido lo examino muy bien antes de servírselo porque, con lo delicado que es Darío, si encuentra uno de esos animalitos en el guisado me va como en feria.
Se lo conté a Amanda el otro día que la encontré en el zaguán y nos pusimos a hablar acerca de la demolición. No sé cómo, el caso es que salieron a relucir los problemas que tengo con mi esposo a causa de las cucarachas. Lo que menos esperaba, Amanda me dio un consejo: Dile a tu señor, con todo respeto, que es un ignorante. Por si no lo sabe, en China y en otros países las personas no matan a los insectos: se los comen porque tienen muchas proteínas. Así que cuando tu viejo encuentre un talcascuán en el guisado recomiéndale que lo aproveche en vez de poner cara de asco y hacértela de tos.
III
Después de una semana buscando departamentos en el periódico por si teníamos que mudarnos pronto, decidimos llamar al doctor Villegas para que de una vez nos dijera qué onda, si lo de la demolición es cierto o nada más ocurrencia de Tobías. Él fue quien le dijo a Chinta que empezara a buscarse otro sitio en dónde vivir con sus canarios y su hermana porque, según sabía, en poco tiempo iban a demoler nuestro edificio.
Enseguida Chinta, vuelta un mar de lágrimas, nos dio el pitazo. Desde entonces andamos tristones, desganados. Muchos han suspendido las composturas que estaban haciendo en sus departamentos porque, como dicen, y con mucha razón, para qué seguir invirtiendo su dinero en algo que ya no va a durar.
Ya pasaron cinco días de que pedimos la cita con el doctor Villegas y hasta el momento no ha contestado. Hemos insistido, pero la secretaria siempre nos responde lo mismo: La agenda del doctor está muy saturada. Esperen a que les hable.
A leguas se nota que le valemos gorro y que no va a llamarnos.
Desde mi punto de vista, será mejor que vayamos a ver a Tobías, preguntarle quién le informó de que iban a demoler el edificio y decidir de acuerdo con lo que nos responda, pero dudo que lo haga.
Mirándolo bien, y por lo que ha pasado en ocasiones anteriores, podría jurar que la hablilla de la demolición fue, otra vez, un invento de Tobías para sentirse superior y más enterado que nosotros. Cuando veamos que no sucede nada y nuestras viviendas siguen intactas, mis vecinos y yo acabaremos por olvidar el tema y vivir como antes del rumor: mirándonos de lado, saludándonos apenas, sin conversar, quejándonos por las incomodidades que soportamos en nuestros departamentos y combatiendo inútilmente a las cucarachas y a los gatos.
Seguiremos metidos en nuestro aislamiento hasta que otra vez, no sé cuándo, a Tobías se le ocurra darle a Chinta o a cualquiera de nosotros la noticia de la demolición. Entonces, los inquilinos de este edificio, volveremos a hablarnos cuando nos encontremos en los pasillos, en las escaleras, en la calle o en la miscelánea de Tobías.
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