Cristina Pacheco: Mar de Historias

Written By Unknown on Senin, 01 Desember 2014 | 15.53

U

n calcetín negro con pelusa blanca, el resorte flojo y un agujero en la punta fue lo que encontré en la secadora confundido con mi ropa interior, los pants que uso para dormir y el delantal que me pongo los domingos en que la añoranza de la casa paterna me inspira a cocinar alguna de las especialidades de mi madre: sopa de habas, albóndigas en chipotle, pescado a la veracruzana y unos memorables filetes de cazuela –que por supuesto no me salen como a ella.

En cuanto descubrí el calcetín recordé las series televisivas protagonizadas por asesinos seriales que dejan mensajitos en apariencia inocuos, mientras observan desde algún punto a su futura víctima femenina en el momento en que ella vuelve de su trabajo, se desviste a toda prisa junto a la ventana, corre al baño. Al cabo de unos minutos la mujer reaparece con el cabello recogido y en bata afelpada, bebiendo una copa de vino necesariamente blanco y en actitud soñadora se desplaza al ritmo del blues que sale de un modular.

A Ramsés, el administrador del condominio, no le mencioné mis especulaciones. Sólo le mostré el calcetín y le pregunté qué hacía eso en mi carga de ropa. Aún no olvido su expresión displicente al responderme: ¿Cómo quiere que lo sepa? En este edificio hay 110 departamentos, en cada uno viven dos, tres o más personas, la mayoría de ellas son hombres que bajan al sótano a lavar su ropa: calzoncillos, yins, playeras y calcetines.

La explicación de Ramsés me hizo comprender lo estúpido de mi preocupación. Sin más qué decir, me concreté a dejar el calcetín encima de la secadora a fin de que su dueño, en caso de que volviera a utilizar la máquina, lo recuperara.

Con la sensación de haber hecho una buena obra regresé a mi departamento. Silencioso, ordenado, era lo opuesto al que mis hermanos y yo ocupábamos cuando ellos eran solteros y aún no me decidía a tener mi propio espacio. En aquella época de convivencia familiar, a todas horas oía las protestas de mi madre contra el hecho de que Luis Ángel, Tenorio y Ernesto dejaran su ropa tirada en cualquier parte.

Ese recuerdo me hizo consciente de que llevaba más de un año, desde que me independicé de mis padres, sin tropezarme en mi departamento con una sola prenda masculina. Tal vez por eso me había inquietado tanto encontrar un calcetín entre mi ropa recién salida de la secadora.

II

Al siguiente viernes, cuando ya había olvidado el asunto del calcetín, descubrí en mi carga de secado una playera negra, extra grande, con cierre al frente. Al querer separarla de mi ropa, por efecto de la electricidad, los tejidos sintéticos se erizaron y descargaron toquecitos en las yemas de mis dedos.

A sabiendas de que nadie más estaba en el sótano, me puse a ver la playera y a preguntarme quién o cómo sería su dueño. Me gustó pensar que se trataba de un tipo joven, recién casado, que tal vez en ese momento estaría diciéndole a su esposa: No encuentro la playera que me regalaste o algo semejante. Por un momento envidié a esa mujer imaginaria y la vida que supuse llevaría con su marido.

Mi curiosidad aumentó. Sentí el deseo de escribirle una nota al distraído pidiéndole que por favor tuviera más cuidado con su ropa; sin embargo, me limité a doblar la playera y dejarla encima de la secadora, como había hecho antes con el calcetín.

Estaba decidida a no concederle mayor importancia al nuevo hallazgo pero, aquella mañana, en cuanto subí al elevador, me dediqué a observar a los hombres que también descendían a los niveles de estacionamiento para ver si adivinaba cuál de ellos era el usuario de la prenda mezclada con las mías.

De pronto me di cuenta de que todo el tiempo había orientado mi curiosidad y mi preocupación hacia una sola persona cuando era muy posible que se tratara de dos: una, dueña del calcetín y otra, de la playera. En tal caso tendría que duplicar mis afanes detectivescos, a lo que no estaba dispuesta. Y allí mismo, rumbo al nivel seis del estacionamiento, me propuse olvidar el fantasma construido a partir de un calcetín y una playera con cierre al frente.

Además, tenía problemas inmediatos que resolver: por ejemplo, cómo sobreponerme al decaimiento que me agobia los fines de año. El frenesí consumista, los arbolitos navideños, las esferas y sobre todo el trineo del gordo Santaclós me deprimen. A pesar de eso tendré que asistir a la cena en casa de mis papás. Allí me encontraré con mis cuñadas y mis hermanos. Se nos irán las horas entre anécdotas familiares, conatos de pleito, reconciliaciones y brindis.

Al final de la reunión, mi madre terminará por convencernos de que nos quedemos a dormir en su casa y por la mañana, al ver el desorden, revivirá los tiempos en que se enfurecía porque mis hermanos dejaban su ropa tirada en cualquier parte. Se hará las ilusiones de que el tiempo no ha tanscurrido. Eso la hará feliz y será su mejor regalo de Navidad.

III

Una semana después de que me propuse olvidarme de los hallazgos en la secadora encontré, liados con mi ropa, una camisa de listas azules y unos yins muy desteñidos. Parecía que el fantasma surgido a raíz de un calcetín y una playera quería vestirse por completo y conducir mi imaginación hacia nuevas elucubraciones.

En vez de ceder a esa tentación le busqué una solución inmediata al problema. Tomé las prendas y, como un vendedor ambulante que va al encuentro de sus clientes, las sostuve en mis manos para que las viesen los condóminos que entraban y salín del área de lavado. Todos me saludaron sin mirarme ni interesarse en la ropa.

Ante la falta de respuesta fui a ver a Ramsés para decirle que por tercera ocasión había encontrado en la secadora prendas masculinas entre las mías. No parecía haberme entendido y fui más directa: ¿Ya no revisa los equipos? Me respondió que, como siempre, una vez por semana. Le sugerí que, de todas formas, distribuyera en el sótano cartulinas pidiéndoles a los usuarios que revisaran sus cargas de ropa a fin de evitar olvidos y confusiones.

Ramsés dijo que iba a ver. Su tono me hizo dudar de que tomaría en cuenta mi sugerencia; sin embargo, a la siguiente mañana que bajé al sótano me tranquilizó encontrar los carteles en todas las paredes e inclusive sobre la puerta del elevador. Di por hecho que a partir de ese momento no me llevaría la desagradable sorpresa de ver mis panties, brasieres y camisetas enredados en los atuendos de hombres desconocidos que tal vez padecieran alguna enfermedad contagiosa. En estos tiempos nunca se sabe.

No me equivoqué. Desde que Ramsés distribuyó los avisos en el sótano, en la secadora sólo encuentro mi ropa. Tibiecita, olorosa a detergente y sin arrugas, me parece que algo tiene de novia abandonada.


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