A
lguna vez te dije que en mi casa del pueblo nunca faltó la ofrenda para los muertos. Tenían un sitio especial en el altar los retratos, los objetos más queridos y los sabores predilectos de quienes llevaban mucho tiempo lejos de nosotros pero volvían de su eterno descanso para liberarnos, al menos durante unas cuantas horas, del vacío y el dolor causados por su muerte.
Sabíamos que para lograr el rencuentro, nuestros visitantes de noviembre andaban un camino que imaginábamos largo, sinuoso, iluminado por veladoras como las que, desde el 31 de octubre, poníamos a la entrada de la casa, en el pasillo, las habitaciones, la cocina y hasta en la azotehuela donde, por respeto a los que iban a llegar, no dejábamos ropa tendida en los lazos movidos por el viento.
En el altar poníamos los retratos de todos los miembros de la familia que hubieran pasado a mejor vida, excepto los de quienes llevaran poco tiempo de muertos. Esa limitación la impuso mi abuela. Según ella, no había transcurrido el tiempo necesario para que hubieran llegado a su último destino nuestros más recientes difuntos. Mi abuela se refería a ellos como a viajeros que, con la ropa aún en la maleta, procuran familiarizarse con su nuevo alojamiento y no disponen de minutos para comunicarse con la familia y decirle que llegaron con bien.
II
Respeto el designio de mi abuela. Como sabía que por cuestión de fechas este año no ibas a estar presente en mi ofrenda, decidí no levantarla y la sustituí por un mínimo jardín de violetas en torno a tu retrato. Está en la mesa-baúl donde quedaron tu pluma, tus lentes nuevos, el libro que estabas leyendo, tu agenda y tus cigarros. Viéndolos junto a las flores, estos objetos me provocan la ilusión de que los olvidaste, regresarás para buscarlos y antes de que te vayas otra vez tendré oportunidad de contarte cómo eran los días de muertos en la casa donde crecí y a la que sólo una vez regresé. También de prisa, también por unas horas.
III
Aunque pasáramos la mayor parte del tiempo en la cocina o en los cuartos, la sala era la habitación más importante de la casa. Daba a la calle y sin embargo era una estancia oscura. Por lo general nada más los adultos podían entrar allí, a menos que se tratara de circunstancias especiales: un velorio, la llegada de un pariente distinguido o los días de muertos.
En este caso se cubría el único espejo con una tela oscura y guardábamos el reloj en el trinchador para que los manteles sofocaran su molesto tic-tac y las campanadas con que marcaba los cuartos, las medias y las horas. Los muebles también sufrían cambios. Empujábamos hasta la pared el sillón, las dos góndolas, las rinconeras y las mesas para cederle todo el espacio a la ofrenda.
En la nuestra, como en las de otras casas, desde el día 31 de octubre hasta el primero de noviembre al mediodía, el altar se adornaba con flores blancas, golosinas, juguetes y a veces también con ropita de los niños muertos que estaban a punto de regresar. Algunos –como mis hermanos Guillermo y Angelina– habían vivido apenas lo suficiente para recibir el bautizo, conocer las caricias, divertirse con su primer juguete, deleitarse con los sabores dulces, sentir comezón en la encía, dar un paso y más tarde o más temprano, el último.
En plena mala hora, vestidos con sus chambritas y sus ropones blancos adornados con listones y encajes, Guillermo y Angelina posaron en brazos de mis padres ante la cámara del fotógrafo que dijo, a modo de consuelo: Quedaron chulísimos, hasta parecen dormiditos
. Era cierto. Viendo la foto uno podía creer que de un momento a otro los niños iban a despertar, agitarse, pedir atención, hacer ruiditos; sin embargo, nunca salieron de la quietud y el silencio. Se convirtieron en un recuerdo del que procuramos rescatar los gestos graciosos, la mirada, la risa, los momentos felices.
Hasta la fecha los evocamos mientras, después de la una de la tarde (hora en que las ánimas chiquitas se despiden), retiramos del altar la ropita y los juguetes para guardarlos en sus cajas. Quedan en la ofrenda las flores blancas, las veladoras encendidas y dos pequeñas sombras dejadas por la ausencia.
Por último, todos salíamos a la calle para ver a nuestros niños alejarse. Mi madre les aconsejaba caminar juntos, tomados de la mano, no fueran a perderse. Comprendo que hablaba de ese modo para hacerse las ilusiones de que sus hijos mayores aún vivían; para disminuir el dolor de la pérdida, para engañarse. Tal vez lo haya conseguido en aquellos momentos, pero a sabiendas de que jamás lograría burlar a la muerte.
IV
Tañidos, flores amarillas y moradas anunciaban la aparición de los muertos adultos: abuelos, tíos, primos, familiares lejanos, amigos con los que íbamos a convivir desde ese momento hasta las seis de la tarde del día siguiente. En su honor se ponían en la ofrenda vasos de agua, platitos con sal, botellas de aguardiente, café, cigarros, guisos condimentados, salsas, panes, tortillas, fruta, queso y cualquier otro alimento que los halagara y los hiciera saber que con anticipación nos habíamos organizado para recibirlos y hacerles ver que la casa seguía siendo suya, les guardábamos su sitio en la mesa y uno muy especial en el recuerdo.
Como se hace con todo visitante, a los recién llegados les preguntábamos por su viaje, si estaban fatigados, en qué sitio querían tenderse a descansar. Luego les ofrecíamos agua, licor y comida. Mientras ellos saciaban el hambre y la sed los anfitriones tomábamos la palabra a fin de enterarlos de lo ocurrido en su ausencia. El informe aludía, sobre todo, a problemas.
En opinión de mi abuela, si en vez de plantearles nuestros conflictos se los ocultábamos, los visitantes jamás se sentirían en familia. Guiados por ese punto de vista, desde los primeros minutos del rencuentro hablábamos de enfermedades, distanciamientos, equívocos, fracasos, deudas, pleitos, divorcios y todo lo demás que nos sucedía y que pudiera hacer sentir a nuestros difuntos que estaban pasando una auténtica reunión familiar.
Entre desahogos, añoranzas y oraciones, el tiempo siempre se iba demasiado rápido. Parecían un minuto las horas vividas en compañía de nuestros muertos y sin embargo iban a dar las seis de la tarde, hora de la partida, las promesas, las súplicas y el momento de oír la infaltable broma de mi tía Carmen: "Estoy tan enferma que a lo mejor un día de estos allá nos vemos". Nos reíamos de la chanza como lo habríamos hecho por cualquier otra que nos permitiera fingir ante los muertos que llorábamos de risa.
V
El 3 de noviembre por fin disfrutábamos de la comida y la bebida que habían dejado los difuntos. Apenas los habíamos despedido y ya empezábamos a dolernos de su ausencia. Nos consolaba la idea de que al siguiente noviembre podríamos recibirlos con una nueva ofrenda plagada de luces y flores. En las mías, de ahora en adelante, siempre pondré violetas.
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