A
unque tiene derecho a saberlo, Joel no quiere que le hable a mi tía Sara de nuestra situación económica. Ya tiene suficiente con sus problemas. Mis hermanos y yo pensamos que el mayor de todos es que empieza a fallarle la vista. Mi tía afirma que mucho peor es la soledad. Cuando lo dice nos ofendemos, consideramos que menosprecia nuestros esfuerzos por hacerla sentir acompañada.
Tenemos la impresión de que mi tía Sara nada más piensa en los que ya no están. Concentra sus fuerzas en recordarlos, en poner a salvo del olvido sus nombres, sus rasgos y los momentos en que sus historias fueron parte de la suya.
Todos en la familia concordamos en que el gran problema de Sara es la progresiva disminución de la vista, pero tiene otro muy limitante: las piernas. Aunque ella lo disimule, se nota que han perdido fuerza, le duelen, por momentos se le ponen rígidas y la obligan a interrumpir sus caminatas por la casa que ha ido creciendo mientras ella se empequeñece.
La tía Sara insiste en que esos inconvenientes no significan nada frente a la soledad, que es también silencio obligado.
Para combatirlo enciende la radio con la esperanza de oír las voces de los ciudadanos comunes que llaman a la estación para contar su historia en dos o tres minutos. Mi tía Sara lamenta que esos espontáneos pierdan segundos de ese breve tiempo en agradecimientos para la radiodifusora. Si ella estuviera en su lugar hablaría de lo que tanto la obsesiona: la soledad.
Según me cuenta la tía Sara, hay ocasiones, sobre todo en las altas horas de la noche, en que siente el impulso de marcar el número de la estación, identificarse con un nombre falso y ponerse a describir el grave vacío que la rodea. Al final desiste y deja todo el tiempo disponible para que otros tomen la palabra y se refieran por su nombre a personas que le recuerdan nombres, describan situaciones que la remiten a otras semejantes que ha vivido, la llevan a lugares en los que cree haber estado. Comprendo que ese juego de espejos transporta a mi tía Sara en el tiempo y le permite reconstruir en desorden un pasado que nunca volverá.
II
Si no llegara a ser tan irritante, la pérdida de oído que padece mi tía Sara podría resultar simpática. Nada de eso. Hablarle por teléfono es padecer una serie de equivocaciones de su parte, intercambiar preguntas y respuestas que no vienen al caso, silencios. Aunque me duela reconocerlo, esa comunicación es pérdida de tiempo. Por eso he decidido espaciar las conversaciones telefónicas con mi tía Sara y esperarme al momento de visitarla. Realizar mi proyecto no es fácil. Mis horarios de trabajo, las distancias, el tráfico infernal me imposibilitan para hacer el viaje de una o dos horas hasta su casa.
Luego me siento culpable por no verla y, a sabiendas de lo que sucederá, recurro al teléfono. Con toda la paciencia del mundo le pregunto a mi tía cómo están sus ojos, si ya camina mejor, si ha pensado en ponerse un aparato que la haga oír mejor. En vez de responderme sale con que ninguno de sus males tiene importancia. Lo que está acabando con ella es la soledad. Paso por alto el reproche velado y le digo que la sufre porque quiere. Hay jardines, casas, talleres en donde se reúnen las personas de edad que platican, recuerdan, hacen ejercicio, leen en voz alta y aprenden manualidades que podrían significarles un ingreso.
A mi tía Sara ese tema en particular le choca. Busca un pretexto para sustituirlo por otro o inventa que alguien llamó a la puerta y tiene que abrir. Noto que está enojada conmigo porque no me pregunta, como otras veces, que cuándo volveré a verla y cuelga sin que yo tenga necesidad de prometerle que iré a visitarla uno de estos días.
III
Joel y yo estamos pasando por una mala racha. Tenemos problemas en nuestros trabajos y además los que mi tía Sara nos ocasiona con ciertos gastos que hace y nosotros tenemos que pagar (ella, con la pensioncita que le dejó su segundo marido, ni en sueños podría hacerlo). Procuro minimizarlos ante Joel y a veces logro convencerlo de que 500, 800 o mil pesos en realidad no son tanto; pero cuando pasa de allí mejor me callo y le pido a Dios que Joel no pierda la paciencia y me diga: Es tu tía. Hazte cargo. Ya me cansé
.
A veces estoy tan intranquila por los gastos excesivos de mi tía que llego a pedirles consejo a mis compañeras de trabajo. Unas opinan que la mande a un asilo, otras que le ponga un hasta aquí. Eloina, que no sale de la casa sin leer su horóscopo y se la pasa ahorrando para asistir a diplomados acerca de la felicidad, siempre recomienda que me tranquilice y le aclare qué es para mí un gasto excesivo.
Le repito que, en primer lugar, no estoy preocupada por uno sino los muchos gastos que hace mi tía. A todas horas llama al súper, a la farmacia, a la tienda de ultramarinos o a la taquería. Pide a domicilio y nosotros, a fin de mes, tenemos que reponerle los 500, los 700 pesos. Esas cantidades me parecían un dineral, pero las veo insignificantes comparadas con la que apareció en el último recibo de teléfono de mi tía.
IV
En cuanto le llega nos lo manda con Perla, su vecina, para que lo paguemos. Iba a guardarlo con los demás pendientes
cuando vi la cifra por cubrir: 5 mil 867 pesos. Pensé que se trataba de un error. Supe que no era así cuando revisé el desglose y encontré en varias páginas mi número. Volví a la posibilidad del error ante interminables columnas de llamadas nacionales y una a Madrid. Pero ¿a quiénes iban dirigidas? La única persona capaz de explicármelo era mi tía.
V
En previsión de lo que pueda suceder, tengo llaves de su casa. Llegué en el momento en que mi tía Sara colgaba el teléfono. Se acercó a saludarme y notó mi expresión de enojo. Me preguntó qué me pasaba. Sin tomar en cuenta su interés le mostré el estado de cuenta del teléfono. Me sonrió como diciendo no veo
y tuve que leérselo: Cargos del mes: 5 mil 867 pesos
. Se llevó la mano a la sien para recordarme que no oye y grité la cifra.
No imaginé que saldría tan caro
, murmuró y con eso aceptó su responsabilidad. No supe que decirle. Interpretó mi silencio y me ofreció una agenda con los nombres y los números de primos, tías, madrinas, ahijadas, amigas, vecinas que años atrás se habían dispersado por la República. Por lo general le contestaron personas desconocidas que ignoraban la existencia de los destinatarios de la llamada o la pusieron al tanto de sus fallecimientos; pero la mayor parte de las veces –me dijo– no había obtenido ninguna respuesta. En tales casos, ¿con qué objeto había marcado, decenas de veces, precisamente esos números? Su respuesta me desconcertó: Ver si uno de estos días la persona a la que busco me responde
. Temí que hubiera enloquecido pero seguí adelante: ¿Y la comunicación a Madrid?
A mi tía se le iluminaron los ojos y guardó silencio. Creo que no me escuchó y también que está en lo cierto cuando nos dice que el mayor de sus problemas es la soledad.
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