Hernán González G.
E
s elevado el número de pacientes en etapa terminal o de personas en agonía que de una manera u otra manifiestan su rechazo a la muerte inminente o que lo dicen con todas sus letras: no me quiero morir, aunque su calidad de vida sea mínima y sus posibilidades de mejoría nulas.
Más que amor a la vida o apego a la existencia, sobre todo en individuos de avanzada edad y notable deterioro físico, esta contradicción refleja el temor a lo desconocido o a dejar a los seres queridos, el pánico a ya no ser la persona con nombre y apellidos que se ha sido o, en la mayoría de los casos, debido a los patrones religiosos y socioculturales y a la historia personal del sujeto.
Este vitalismo tan inoportuno como artificial corresponde no sólo a una falta de herramientas para asumir nuestra condición de mortales sino además a las numerosas ideas equivocadas con respecto a la muerte y el morir. Es común entonces escuchar de los conmovidos familiares del terminal expresiones admirativas como el gran amor a la vida
por parte del agonizante, cuando se trata de la angustiada renuencia de éste a dejarse ir, en ese postrer viaje sin boleto de regreso, tan amedrentador para quienes no han sabido desaprender a lo largo de su existencia.
Nadie quiere morirse
, insistía una anciana moribunda, divorciada a los cuatro años de casada y que había hecho cuanto le había pasado por la cabeza, excepto enamorarse y tener sexo, pues su religión se lo prohibía si no era dentro del matrimonio. Esa erofobia o aversión al goce erótico a partir de sus represiones y de su frustrada experiencia matrimonial fue en el fondo el factor determinante de su pánico a morir. Como nunca aprendió a entregarse y a soltarse, le resultaba aterradora la idea de disolverse y de fundirse con lo desconocido.
Sobran razones de peso para desear morir y hacerlo dignamente, una vez despojados de complejos de culpa, de castigos inventados y de temores infundados, tanto propios como de la industria de la salud y de la familia, enemiga acérrima del bien morir de alguno de sus miembros, antes que por amor a éste por el temor de los familiares a sufrir con su fallecimiento. Razones como pérdida de autonomía, falta de control de funciones, imposibilidad de disfrutar de lo elemental de la vida, intención de no prolongar el proceso de morir ni de padecer una agonía dolorosa, o la serena certeza de aún saberse libre.
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