Cristina Pacheco: Mar de Historias

Written By Unknown on Senin, 07 Oktober 2013 | 15.53

I. Después del diluvio

L

as imágenes siguen siendo abrumadoras. Presentan cada día nuevos ángulos de la herencia siniestra que nos dejó el desastre. En ellas se respiran la humedad, el bochorno, el tufo a podrido y el calor aureolado de insectos y mosconeos.

En el silencio y la quietud de las fotografías que aparecen a diario se adivinan los gritos y el apresuramiento de quienes pugnan por recibir la ayuda que bajó del cielo en las alas de los nuevos ángeles: los helicópteros. También se lee en las placas la perseverancia de los que buscan entre los escombros un objeto que pueda ser ancla y cimiento para su nueva vida.

Nueva vida a pesar de todo, por encima de los cerros desgajados, más allá de las laderas vueltas cataratas y los caminos confundidos y deshechos en donde se quedaron una falda, la pata de una mesa, un trasto vacío, el mantel que una mujer bordaba para lucirlo en Navidad, la huella confusa y endurecida de alguien que fracasó en el intento de escapar, un zapato, un trozo de espejo, la jaula del canario momificado por el lodo que sigue prendido a los barrotes de su prisión de oro, el fragmento de una repisa que fue altar. San Isidro Labrador: quita el agua y pon el sol.

Protege todas las escenas un cielo azul inocente y tranquilo, moteado de nubes lentas. Hasta unos días antes del diluvio, los niños de las comunidades y los pueblos afectados se tiraban de espaldas sobre la tierra suelta para descubrir en ellas formas de animales. Esa parece la cabeza de un caballo. Aquella, la que se ve más baja, es como un perro. La que viene completa es una cabra. La delgadita es como una paloma.

Hoy esos niños despojados de una buena porción de su infancia ya no tienen tiempo ni ánimo para aquellos juegos inocentes. Después de lo vivido, las nubes ya no ocultan formas: cargan amenazas; para ellos, después de lo perdido, las lluvias son lágrimas.

II. Flor milenaria

En la interminable fila de damnificados hay hombres y mujeres con sus hijos en brazos. Todos permanecen atentos en espera de una presencia que les diga: No han sido olvidados. Su quietud es de piedra, lo mismo que su voluntad de no retroceder ni abandonar las alturas de la montaña tan difícilmente alcanzadas. Sus ojos hurgan el horizonte, buscan en la distancia.

En sus rostros morenos se adivinan el esfuerzo de la caminata, la fatiga de la espera que ya se ha prolongado durante horas, la sospecha de que las promesas no se cumplan y el temor de que el hambre los obligue a alimentarse consumiendo su última esperanza.

Nadie habla. En la montaña sólo se escucha el rumor del viento. Hace frío. Lo indican las prendas de abrigo que las mujeres se pusieron encima de sus trajes primorosos: jardines de hilo que germinaron a la luz del día o se urdieron al fulgor de una flama incierta que dibujó fantasmas en la pared de adobe y les contó a los niños viejas historias de aparecidos.

Del grupo sólo se aparta una mujer pequeña, de cabello entrecano y pómulos salientes. Sus facciones son a partes iguales misterio y laberinto surcado por el tiempo. Sospecho que hace años vive sola y madruga más que nadie, que uno o dos días a la semana carga leña sobre su espalda, que la piel de sus pies no teme la aspereza de las piedras, que por las noches habla con sus recuerdos en la lengua que le enseñaron sus antepasados, que conoce los misterios de las plantas, que no teme a las serpientes, que interpreta los sueños, que también es capaz de presagiar las tormentas y las muertes.

Esa mujer alejada por escasos centímetros del grupo viste un huipil blanco, opulento. Su bordado multicolor –tiempo y paciencia– es como un collar de piedras preciosas que adorna su pecho hundido y hace menos horrible su miseria. Sospecho que ese atuendo mágico es lo único que la mujer ha poseído a lo largo de toda su existencia milenaria.

III. El sol y las palomas

Después de la tormenta y la inundación el caserío quedó sepultado bajo las aguas. De que existió hay una sola evidencia: la cúpula de la capilla construida, de un domingo a otro, por toda la comunidad.

La capilla permanecía cerrada de lunes a sábado, sólo a disposición de los rayos del sol y de las palomas. Entraban por sus cuatro ventanas altas para balancearse en las guirnaldas tendidas de una pared a la opuesta o para posarse a su antojo en los nichos del altarcito, en las bancas rústicas o sobre los capelos que protegían a los innumerables santos y vírgenes.

Esas figuras de bulto también fueron donadas por los moradores de la comunidad. Lo hicieron a base de sacrificar una porción de las remesas que recibían, desde diferentes ciudades de Estados Unidos, por parte de los esposos, hermanos, hijos, tíos. Todos ellos aceptaron su condición de emigrantes a cambio de darle algo de bienestar a la familia y de esplendor al caserío. La primera señal de progreso fue la capilla.

Bajo sus ruinas quedan deshechas las ilusiones y los esfuerzos de los emigrantes; entre las aguas que la inundan se balancean las guirnaldas, se hinchan las maderas y flotan las palomas y los santos. Sobre la cúpula de color naranja, a pesar del desastre, siguen posándose los rayos del sol.

IV. Noviembre

En aquel pueblo este año no habrá ofrendas adornadas de flores amarillas y veladoras. Este año no habrá manos que distribuyan en el camino de los muertos los pocillos de agua, las veladoras y los platos con sal. Este año nadie bajará de su sitio los retratos de los seres queridos. Este año no habrá quien ponga en el altar doméstico los guisos y el aguardiente predilectos de quienes en vida continuaron la tradición de nombres y apellidos.

En aquel pueblo este noviembre no habrá quien ilumine y adorne el camino de los muertos. Pero ellos, aunque fatigados y sedientos, llegarán. Llegarán.


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