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uienes hemos estudiado los procesos pedagógicos en las escuelas públicas, sumamos solidaridad y alegría al ver a los maestros instalados en la disidencia y la rebeldía, porque están dando las lecciones prohibidas –no sólo en la escuela– y necesarias para esa asignatura pendiente en la educación política de los mexicanos: la conquista del No
.
Se nos acusa de ser un pueblo sumiso y, en consecuencia, corresponsable de la corrupción y la impunidad que reinan en el sistema político. Además, somos, hasta cierto punto, responsables del totalitarismo naciente que asoma ya la cabecita en las reformas erráticas y abusivas que se quieren imponer a toda costa.
La infancia es un momento político privilegiado, porque todo niño es un virtual disidente político. Por ello, las sociedades capitalistas necesitan escuelas que transformen al niño –que es un ser naturalmente curioso e inquieto– en un individuo cebado en el vicio de la indiferencia, sin espíritu crítico, obediente, apático y sumiso.
Así, la pedagogía oficial sigue una lógica de poder montada sobre cuatro amarres que impiden libertad y creatividad en los procesos educativos: el programa de contenidos, los exámenes, las calificaciones y las tareas. Con estas cuatro herramientas se satura de información a los niños y se les induce a utilizar sobre todo su memoria para salir adelante y, después de los exámenes, olvidar la mayoría de lo aprendido
; lo que no olvidan, eso sí, son dos grandes lecciones: la de la obediencia y la de que la realidad
es inmodificable en lo esencial.
Muchos pensadores y estudiosos, como Michael Foucault y Louis Althusser, han analizado los procesos de opresión del individuo en las escuelas y han encontrado semejanzas entre su dinámica y la de las cárceles y las fábricas.
En algún crudo ensayo sobre la acción ideológica de la escuela, Althusser escribió: "…pido perdón por todo esto a los maestros, que en condiciones espantosas intentan volver contra la ideología, contra el sistema y contra las prácticas de las que son misioneros, las pocas armas que pueden hallar en la historia. Son ellos una especie de héroes y muchos de ellos ni siquiera sospechan del trabajo que el sistema (que los supera y aplasta) los obliga a realizar".
A pesar de todo, es mejor la escuela que crecer sin ella. Porque hay episodios luminosos en el aula, en los que espontáneamente los maestros escapan de sus condicionamientos institucionales: fraternizan, juegan y aprenden con sus alumnos; son los momentos revolucionarios de la escuela pública, que hoy se multiplican y se engrandencen en las calles, llenándonos de nobles esperanzas.
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Andrea Bárcena: Infancia y Sociedad
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