E
s domingo. En medio del silencio se oye el tañido de la campana, señal de que en la capilla el padre Bravo oficiará la misa para los huéspedes de la Residencia Riquelme. En segundos el comedor se llena con los rumores de las sillas al ser retiradas y los pasos de quienes se dirigen a la puerta. Todos llevan el mismo propósito: suplicarle al sacerdote que este día centre sus oraciones en favor de Danilo.
Hasta hace una semana sus compañeros de la Residencia aludían a él como el gruñón, el impaciente, el ateo de Danilo. Hoy lo mencionan como el pobrecito Danilo.
De qué otra forma podrían referirse a quien recibió la peor noticia que puede escuchar un abuelo: Tu nieta Perla salió ayer a la papelería y no ha vuelto.
No se lo habían dicho antes para no alarmarlo, para no agravar sus enfermedades y porque sus padres sospechaban que la desaparición de la niña era su venganza por no haberle permitido irse de excursión con sus amigas; en cambio a su hermano Mauricio hasta le habían prestado el Tsuru para que hiciera el viaje a Oaxaca con Tulio y con Octavio: los dos muchachos con peor reputación en la colonia.
De todo eso se había enterado Clarisa cuando a las nueve de la mañana entró en el comedor y vio desierto el lugar que Danilo ocupaba en la mesa. Preguntó por él y supo lo que jamás esperó escuchar: la desaparición de Perla y la huida de Danilo. No estaba preparada para semejantes noticias. Quedó aturdida, muda. Nueve días antes, cuando se despidió de sus compañeros en la Residencia para irse a Veracruz con su hija y su yerno, jamás imaginó que al volver se encontraría con una historia tan terrible.
En cambio, desde que en Veracruz abordó el coche de su yerno para emprender el viaje de regreso, había estado preparándose para responder al interrogatorio de sus compañeros de la Residencia acerca de su semana junto al mar. De allá había traído un leve olor salado, piquetes de mosquitos y una bolsa con recuerdos de Veracruz para distribuirlos entre los asilados y el personal de la Residencia.
A Danilo le había comprado en el malecón un llavero precioso con un diminuto pez espada. Mientras la vendedora se lo guardaba en una bolsita de plástico, Clarisa ensayó lo que iba a decirle a su amigo cuando le entregara el presente: A ver si con esto ya no pierde tantas llaves.
II
En el comedor sólo están Martha, la cocinera, y Clarisa. Los rayos del sol avanzan sobre la mesa y llegan hasta la bolsa con los recuerdos de Veracruz, incluido el llavero para Danilo, el pobrecito Danilo. Por lo que acaba de informarle Martha, Clarisa ya sabe que al enterarse de la desaparición de su nieta, Danilo abandonó la Residencia sin permiso. La directora de la institución se comunicó de inmediato a la casa de su familia. Le había contestado una sirvienta. Con voz llorosa le explicó que Danilo había llegado a las cinco de la tarde y al no encontrar a nadie se había ido sin decir adónde o si pensaba volver. Antes de colgar la sirvienta agregó: Para mí que don Dani anda en las calles, buscando a su Perla.
La directora puso a los huéspedes al tanto de la noticia. Respiraron con alivio por Danilo y permanecieron en el salón en espera de nuevos informes sobre Perla. Esa misma noche el propio Danilo se comunicó a la Residencia para decir que permanecería en la casa de su hija Nora con objeto de sumarse a la búsqueda de la niña.
Este informe suscitó opiniones contradictorias entre los huéspedes de la Residencia. Unos dijeron que Danilo, viejo y enfermo, sólo estorbaría; otros aseguraron que el hombre estaba cumpliendo con su obligación de darle apoyo moral a la familia destrozada por la ausencia de Perla y enloquecida en su búsqueda.
Martha le informó a Clarisa que después de aquella primera comunicación Danilo no había vuelto a hacerlo y las pocas veces que la directora se ha atrevido a llamarlo siempre le ha contestado la sirvienta. Ella es quien la pone al corriente de lo que está pasando con esa pobre familia. Dice la sirvienta que nadie come ni duerme, que sus patrones no han ido al trabajo porque están dedicados a buscar a su hija. Lo peor, añade la sirvienta, es cuando suena el teléfono: entonces todos corren a levantarlo con la esperanza de oír la voz de Perla o la de quien tal vez la tiene secuestrada. Pero nunca son ellos y muchas veces nadie contesta cuando decimos Bueno: ¿quién habla?
III
Clarisa observa con repugnancia la telaraña de nata en su café con leche. Martha la reprende por no haber probado el desayuno y luego se aleja murmurando: Con dejar de comer no le ayuda a ese pobre hombre.
Clarisa no puede concebir a Danilo en su búsqueda, hablando desesperado con extraños, pidiéndoles ayuda, ofreciéndoles recompensas. Ella nunca lo ha visto en la calle y no lo imagina entre otras personas que no sean huéspedes o visitantes de la Residencia. En cambio, puede figurarse la angustia y el dolor que él sentirá ante la desaparición de su nieta. El rastreo se ha prolongado por diez días infernales y lo peor de todo es que nadie puede saber cuándo ni en qué terminará.
Clarisa siente por Perla una gran simpatía aunque nunca hayan cruzado más de algún saludo las raras veces que la niña ha ido con su hermano a la Residencia. En cuanto se despide de sus nietos en la reja, Danilo se le acerca y le cuenta las ocurrencias de Mauricio, pero sobre todo le habla de la insistencia de Perla para que él vuelva a la casa.
Avergüenza a Clarisa reconocer que sus temores de perder a Danilo desaparecen en cuanto él le repite lo que invariablemente le dice a su nieta: él permanecerá en la Residencia. Aquí está muy bien, goza de toda la libertad del mundo, si pretende salir sólo necesita informárselo a la directora, trabaja en la carpintería que tanto le gusta, lee, mira la tele, escucha la radio, camina, si quiere hablar lo hace y si no se queda callado hasta que se harta de rumiar sus pensamientos.
Algunas veces Clarisa se ha atrevido a preguntarle a Danilo en qué piensa. Hay ocasiones en que él le responde con una sonrisa lejana y triste que es fácil asociar con pérdidas, fracasos, arrepentimientos, disgusto por el mundo o derrota ante las enfermedades. Otras veces él le confiesa de inmediato que estaba pensando en sus nietos, en la vida que le gustaría para su Perla, que heredó los ojos y el tono de voz de su abuela.
En la oficina próxima al comedor suena el teléfono. La cocinera sigue limpiando las lentejas. Clarisa rompe la bolsa de papel y esparce los recuerdos de Veracruz sobre la mesa. Bajo la luz del sol las chucherías parecen finas. Martha, ven: escoge algo que te guste.
La muchacha se acerca y elige el llavero con el pez espada. Clarisa sonríe: Toma otro, ese es para Danilo.
Su expresión divertida se borra cuando aparece en el comedor la directora de la Residencia. Era la sirvienta: encontraron a Perla.
Su palidez, su temblor, el jadeo con que pronuncia las palabras anuncian una mala noticia.
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