C
onocí a Santos la tarde de un domingo de diciembre en la Alameda. Yo estaba en una banca esperando a Gloria. Mi amiga quería hablarme de su primera semana como vendedora en una tienda de artículos ingleses. El hecho de que ella empezara a familiarizarse con mercancías importadas la colocaba ante mis ojos en una posición superior.
En el quiosco una orquesta interpretaba valses y polkas sin que nadie le aplaudiera. Excepto yo y la pareja de ancianos junto a mí, nadie parecía escuchar la música que opacaba a la de un organillo. Por todas partes se veían globeros, vendedores de algodones, familias y parejas que se encaminaban hacia los escenarios nevados en donde iban a tomarse una fotografía junto a los santacloses de barbas y vientres falsos.
Pensé en que apenas llegara Gloria la invitaría a tomarnos también una foto. Iba a pedir una copia para mandársela a mi familia a San Juan de los Lagos. Desde que me vine a trabajar acá procuraba visitarla cada diciembre. Aquel año no pude hacerlo porque apenas llevaba cuatro meses en la dulcería y no iba a tener vacaciones.
II
Gloria se pasó un buen rato describiéndome sus experiencias en la tienda. Nos reímos mucho de sus equivocaciones en cuanto a las calidades y los nombres de los casimires y el resto de las telas que, según ella, olían a muy bueno.
Cuando mi amiga terminó le sugerí que nos retratáramos junto a alguno de los muchos santacloses que había en la Alameda. Dijo que ya estábamos grandecitas para esas cosas. Le aclaré que yo sí necesitaba la foto para mandársela a mi familia, ya que ese año no podría visitarla. Mi aclaración la convenció.
Antes de elegir nuestro escenario recorrimos varias veces la banqueta de los santacloses. Nos entretuvimos viendo las decorados y escuchando los comentarios de los niños que hacían grandes filas mientras esperaban su turno de posar al lado de los grandes personajes de la noche. Uno de ellos era Santos. Desde luego en aquel momento yo ignoraba su nombre y también que iba a convertirse en la persona más importante de mi vida.
III
Desde que empezamos a vivir juntos a Santos le encantaba que le contara por qué había decidido que Gloria y yo nos tomáramos el retrato con él a pesar de que su foro no era el más vistoso. Siempre le dije la verdad: me atrajo el tono de su risa. Al oírla me pareció fresca y mucho más auténtica que las carcajadas con que sus colegas pretendían ganar clientes.
Cuando el fotógrafo nos entregó nuestras instantáneas le pregunté si podía hacerme una copia de la mía. Quien me respondió fue Santos: Ahora no. Claudio está muy ocupado pero se la tiene para mañana.
Le aclaré que por mi trabajo sólo podría recogerla el siguiente domingo. Sintió desconfianza de que no fuera a regresar y lo dejara, como tantas otras personas, con la foto. Me puse digna y le pagué el trabajo por adelantado.
Al siguiente domingo me presenté en la Alameda cuando los hombres apenas estaban montando sus escenarios y aún no se ponían sus trajes rojos y sus barbas. Aunque sólo había visto a Santos disfrazado, para encontrarlo bastaba con que me dirigiera al sitio en donde Claudio nos fotografió.
Al llegar vi a un hombre entrecano que en mangas de camisa reparaba una rueda partida del trineo. Le pregunté a qué horas llegaría el Santa Clos. Se dio vuelta y me sonrió: Soy yo, nada más que todavía no me visto. ¿Viene por su copia? Claudio ya la tiene. No tarda en llegar.
Me sentí halagada de que me hubiera reconocido pero aun así puse mala cara ante la demora. ¿Tiene prisa?
Le dije que sí. Desde el último foro una mujer le gritó: Santos: se me está desprendiendo una lona. Ven a ayudarme.
Él dijo que ya iba y me pidió que colocara la mano en la rueda que estaba componiendo mientras iba a resolver el problema de su conocida. Antes de irse me indicó la forma en que debía presionar para que el pegamento funcionara.
Acababa de irse cuando llegó una señora mayor con dos niñas y me preguntó por el Santa Clos. Ella deseaba que sus nietas posaran con él antes de que se formara el gentío. Como me era imposible soltar la rueda grité: Oiga, señor, aquí lo buscan.
Santos llegó corriendo y al pasar junto a mí me dijo: No me diga señor. Me llamo Santos Velarde.
La mujer le pidió el servicio. Él se disculpó: Mi fotógrafo no ha llegado.
Noté que las niñas iban a llorar y me ofrecí a tomar la foto. Santos me lo agradeció y me pidió otro favor: que le cuidara sus cosas mientras él iba al estacionamiento en donde todas las noches dejaba encargado su disfraz. Acepté sin pensarlo, como si fuera lo más natural seguir ayudándolo. Cuando volvió vestido de rojo no pude contener la risa. Tiempo después le confesé que en aquel momento sentí deseos de abrazarlo. Me sonrojé y para disimular me puse a decirles a las niñas cómo pararse junto al trineo para que lucieran más bonitas.
Al cabo de unos minutos me sorprendió que el resultado de mi colaboración con Santos fuera una buena instantánea. Estábamos mirándola cuando apareció un niño para decirle que no esperara a Claudio porque no iría a trabajar. ¿Anda borracho?
El mensajero asintió y Santos le dio una orden: Ve y dile que mejor ya no venga, que no lo necesito.
Él pensaba en sus problemas y yo en la copia de mi foto. Le pregunté cómo podría recogerla. En vez de responderme se puso a revolver entre un montón de cajas. La única de madera estaba cerrada con candado. Santos tomó un desarmador y lo forzó hasta botarlo. A ver, búsquela. Allí debe estar.
La encontré enseguida. Santos se acercó a mirarla y me dijo que había salido muy bien. Me sentí cohibida y le pregunté qué iba a hacer sin ayudante. Buscar uno, aunque va a estar difícil encontrarlo porque aquí toda la gente está muy ocupada.
Para ese momento ya se había formado la cola ante el foro. Santos me preguntó si podía ayudarlo esa mañana con las fotos. Tal vez para la noche, cuando se aglomeraba la gente, encontraría otro ayudante. Acepté como si fuera lo más natural, como si el deseo de retratarme y la necesidad de pedir una copia lo hubiera decidido un ser dispuesto a unirme a un Santa Clos para siempre. Se lo conté a Santos muchas veces durante los años que vivimos juntos.
Sigo contándoselo cada vez que vengo a la Alameda. Remodelada cambió mucho. Extraño las magnolias. Pasarán muchos meses antes de que las jacarandas recién plantadas florezcan. Lo bueno es que aún quedan las estatuas, algunas de las fuentes antiguas que nos gustaba mirar y sobre todo el fresno que protegía el foro en donde Santos se transformaba en Santa Clos. Ausente para siempre, pero siempre querido, cuando lo recuerdo surge en mí el deseo de abrazarlo. Eso también se lo digo cuando voy a visitarlo al cementerio.
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