E
l 9 de abril de 1860 una garganta desconocida cantó la popular canción francesa Au clair de la Lune y su voz quedó registrada en forma de gráfica en un papel por medio de un aparato llamado fonoautógrafo
, inventado poco antes por Édouard-Léon Scortt de Martinville. Ciento cuarenta y ocho años más unos científicos estadunidenses escanearon los relieves microscópicos de aquel papel amarillento, conservado de milagro en la Academia de Ciencias de Francia, y con ayuda de un software especializado transformaron el registro en sonidos audibles.
El resultado es estremecedor porque permite escuchar, literalmente, una voz de ultratumba, casi dos décadas anterior a la frase Mary had a little lamb, registrada en un cilindro por el inventor oficial del fonógrafo, Thomas Alva Edison, y considerada hasta hace poco el primer sonido grabado en la historia.
O sea que cuando Aristide Bruant registró en 1905 sus célebres canciones de combate y sufrimiento popular los cacharros de grabación y reproducción de sonido ya tenían casi medio siglo de existencia. Aun así, la voz de aquel trovador legendario suena polvorienta y póstuma, como salida de un baúl abandonado. La primera vez que hice una llamada telefónica al pasado supuse que algo parecido saldría del teléfono, pero me equivoqué: las voces de allá suenan nítidas y cristalinas en los aparatos de nuestra época.
Sí, sé que te brincó eso de marcar al pasado, pero es cierto. Ahora te lo explico.
Todo empezó hace un par de décadas, cuando me encontraba en el pueblito de Kalispell, situado entre dos macizos boscosos en Montana, cerca del Parque de Los Glaciares. Era un viaje de trabajo, tenía que ir de Seattle a Salt Lake City, no tenía prisa y decidí rentar un automóvil para hacer el camino más largo posible por entre las reservas naturales del noroeste de Estados Unidos. Tomé la carretera 90, me desvié después por la 395, pernocté en Spokane, desayuné en Coeur d'Alene, me interné por el área de Lookout Pass, crucé el condado de Mineral y antes de llegar a Missoula una desviación a la izquierda me llamó la atención.
En vez de seguir mi camino, de por sí desviado, hacia Mormonlandia, tomé esa pequeña carretera sin pensarlo dos veces y a las pocas horas bordeaba el lago Flathead y así fue que llegué, ya de noche cerrada, a Kalispell, tierra de las monedas de madera. Busqué hospedaje en un viejo hotel del centro, me tendí sobre una cama rechinante y blanda y, aunque estaba agotado por las muchas horas de carretera, no me llegó el sueño.
No llevaba conmigo material de lectura, así que hurgué en la vieja mesa de noche en busca de una Biblia. No la había. Hube de contentarme con un directorio telefónico del año del avestruz y empecé a ojearlo desde el principio. En el listado de claves de área me llamó la atención una anomalía tipográfica: uno de los números, el que se encontraba entre Park City y Peerless, era mucho más largo que el resto y desbordaba su columna en algo así como cinco caracteres. Antes de él aparecía la palabra Past
.
Me pareció gracioso que existiera una localidad llamada Pasado y me intrigó sobremanera un código de ocho guarismos, cuando la norma es que se compongan de tres. Sentí el impulso de marcar un teléfono al azar para comunicarme con algún habitante de Past y hacerle una broma sobre su lugar de residencia, pero por aquel entonces y en aquel establecimiento se requería de la intervención de la operadora para hacer una llamada de larga distancia y me inhibí. Anoté el código en mi agenda, soñé que me encontraba a mi abuelo en su época de niño y me dormí. Al día siguiente había olvidado el asunto y el resto del viaje carece de importancia.
La semana pasada, cuando trataba de poner orden en una caja de papeles viejos, me topé con aquella agenda y con el código de larga distancia escrito en la tercera de forros: Past. Busqué esa toponimia en Wikipedia y en Google Maps y no la encontré. Algo me hizo tomar el teléfono, marcar 001 y, a continuación, la serie de números de la misteriosa clave. A continuación, se entendía, tendría que improvisar una secuencia de siete dígitos para llamar a algún lado en particular, pero antes de hacerlo escuché en el aparato una voz cascada y cansina pero nítida:
–Ester? Ancora non dorme?
Me quedé estupefacto y el señor que hablaba se impacientó:
–Ester? Cosa ne pensi?
–Disculpe –dije con suavidad–. No soy Ester. Marqué un número equivocado.
Luego, un largo silencio al otro lado de la línea y después, un golpe sordo y un ruido de pasos apresurados sobre un piso de madera, luego unas pisadas sobre una escalera chirriante y unos gritos que se alejaban del auricular:
–Ester? Ester? Ti senti bene?
Profundamente perturbado apagué el teléfono –hace unas décadas habría dicho colgué el teléfono
– y me quedé perplejo ante las implicaciones de mi travesura: había alarmado sin motivo a un hombre muy viejo, a juzgar por su voz, residente de algún pueblo lejano sabía Dios en qué parte del planeta. Me serené un poco y sólo por no dejar decidí hacer otra llamada a Past: esta vez, después del código, digité el número de la casa de mi infancia.
La voz amada de mi abuela era inconfundible. Casi muero del susto al escuchcarla y colgué de inmediato.
Me tomó un par de días sobreponerme a la conmoción. Poco a poco empecé a atar cabos. Busqué teléfono
en Wikipedia y me encontré con que el inventor y primer usuario de ese aparato no fue el escocés Alexander Graham Bell, quien usurpó la patente, sino el ingeniero florentino Antonio Meucci, un seguidor de Garibaldi y combatiente de la unificación italiana que debió huir de su país por la persecución gubernamental de que era víctima y que acabó sus días, pobre y olvidado, en Staten Island, cerca de Nueva York. Meucci se adelantó a Bell en 22 años. Hacia 1854 inventó un teléfono y lo instaló en su casa para comunicarse desde su despacho con su esposa, Ester, confinada por el reumatismo a la planta alta de la casa. Pero Meucci, como todo militante honesto, era pobre de solemnidad y no logró juntar los 250 dólares que costaba el trámite de la patente. Inventó varias cosas más, pero tras sufrir un accidente que lo incapacitó durante un tiempo, se vio obligado a entregar los planos y descripciones a un prestamista a cambio de seis dólares. Cuando logró reunir la cantidad para recuperar sus papeles el usurero ya se los había vendido a un hombre joven
cuya identidad permanece en el misterio.
Bell estaba al tanto del desarrollo tecnológico del italiano, le ganó un juicio porque tenía más dinero y es, en consecuencia, un grandísimo pirata. Pero le honra un paralelismo con la víctima de su ratería: al igual que Meucci, Graham Bell actuó por amor: fue su trabajo con estudiantes sordos lo que lo llevó a interesarse en experimentos sobre la transmisión del sonido, y Hellen Keller, que fue su alumna, dijo de él que había dedicado su vida a romper el inhumano silencio que separa y estrangula
. Lo cierto es que si uno marca a un pasado telefónico previo a la asignación de números de línea, es Meucci y no Bell quien responde la llamada.
Desde que escuché la voz de mi abuela difunta no he vuelto a intentar una comunicación telefónica con Past. Tampoco quiero divulgar el código correspondiente porque sé que se generaía una multitud de telefonemas que alteraría la realidad actual de manera tan determinante como impredecible. Estoy pensando con mucho detenimiento si debo volver a digitar esos números en el teléfono. En todo caso, si llego a hacerlo, me comunicaré con dos o tres personas a las que hice daño y que ya no están. Esa clave sería la única manera de pedirles perdón.
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